Esta era un águila muy hambrienta, que recorría el cielo buscando algo que pudiera cazar. Hacía un calor insoportable ese día y el hambre no la dejaba pensar con su acostumbrada astucia. Lo único que deseaba era encontrar algo pronto con lo que llenarse el estómago.
Fue en ese momento que sus ojos agudos dieron con un diminuto ratoncito, que se movía inquieto de un lado a otro en el suelo.
Rápida como un rayo, el águila se lanzó hasta quedar enfrente de él.
—¡Qué inquieto andas hoy, amigo! ¿Perdiste algo?
El roedor, muy asustado por la repentina presencia del ave, trató de mantener la calma para no dejar ver sus nervios.
—¿Perder algo? ¡Qué va! Si solo estoy buscando que llevarle de comer a mis hijitos.
—Hum, pues yo también ando en busca de comida. Y como eres lo primero que he encontrado, pues te voy a comer a ti.
Aterrorizado, el ratón pensó en una manera de escapar. No era tan rápido, ni tan fuerte como el águila, de modo que no podía pensar en correr. Lo único que tenía a su favor era su ingenio. Así que resolvió tratar de engañarla.
—¡No me mates! ¡Por favor! —le suplicó— Perdóname la vida y a cambio te daré a mis ocho hijos.
—¿Ocho dices? —preguntó el águila, relamiéndose solo de pensar en tan suculento festín.
—Así es, son ocho y están todos muy gorditos por lo que como puedes ver, te conviene el trato —le dijo el diminuto animalillo.
—Está bien, te dejaré con vida, pero ahora mismo vas a llevarme hasta donde tienes a tus crías —le ordenó el águila.
Y así, siguió al ratón hasta su madriguera, vigilándolo en todo momento. La entrada a su casa era un orificio pequeño y muy angosto.
—Es demasiado estrecho para que puedas entrar —dijo el roedor—, espérame aquí a que traiga a mis hijitos.
—Bien, ¡pero dáte prisa! —el águila se estaba muriendo de hambre.
No podía esperar a engullir a esos dulces ratoncitos. Pero las horas pasaron y el ratón no salía, pese a los gritos que daba para que se apurara. Finalmente, el águila asomó uno de sus ojos al interior y vio que había una red inmensa de túneles, pero ni rastro de la familia de su pequeña víctima.
El inteligente animalito los había aprovechado para escapar con su familia, luego de engañarlo. El águila se puso furiosa.
—¡Debí haberlo devorado en cuanto tuve oportunidad! Eso me pasa por ser tan avariciosa, ¡pero nunca me voy a dejar estafar otra vez! —y dicho esto, emprendió el vuelo.
La moraleja de esta historia es muy importante: Nunca dejes pasar las oportunidades que tienes, por querer conseguir más de lo que se te ha ofrecido. Es bueno tener ambición, pero cuando esta te ciega por completo y quieres apresurarte a tenerlo todo, también te impide ver las cosas buenas que tienes a la mano y podrías terminar perdiendo lo que ya posees. Sé paciente, sé astuto y obtendrás lo que deseas.
¡Sé el primero en comentar!