En una ciudad vivía un rico comerciante que a base de años y esfuerzo, había logrado acumular una enorme fortuna. Lo malo de este hombre era que siempre desconfiaba de todo el mundo y no disfrutaba de las cosas que tenía, por temor a que se las robaran.
Era por eso que no había querido cambiarse a una casa más grande y seguía vistiendo con prendas viejas y remendadas. Era un tacaño sin remedio.
—No quiero salir ni gastar mi dinero, pues la gente es muy mala y me puede robar —decía a todos los que lo conocían, para justificarse.
Un día, alguien le recomendó que vendiera todos sus bienes y con el dinero recibido, se hiciera fabricar una pieza de oro. De esta manera sería más complicado que le quitaran cuanto tenía.
El avaro hizo caso de este consejo y una vez que se hubo deshecho de todos sus bienes, mandó fundir todo su oro en un hermoso ornamento, el cual enterró en la parte más profunda de un bosque. Y todos los días sin falta, apenas oscurecía tomaba su linterna y se dirigía hacía allí para desenterrar su tesoro y contemplarlo por horas.
Este comportamiento inusual en él, despertó las sospechas de un ladrón que decidió vigilarlo durante los siguientes días. Cuando se dio cuenta de la pieza tan valiosa que escondía entre los árboles, esperó a que se marchara y luego la desenterró él mismo.
Nunca más volvió a aparecer por la ciudad.
A la noche siguiente, cuando el avaro volvió a su refugio en el bosque, se quedó atónito al notar que su tesoro había desaparecido. Desesperado, se puso a cavar hoyos por todas partes, creyendo que lo había enterrado en un sitio diferente. Se puso a gritar y se tiró de los cabellos, repitiéndose que tenía que seguir buscando.
Pero cuando no lo encontró, tuvo que volver a casa abatido.
Por la mañana, uno de sus vecinos lo escuchó llorar amargamente y se acercó a preguntarle que le pasaba.
—¡Me han robado todo cuanto tenía en esta vida! —sollozó él— ¡Tanto cuidar de mi tesoro enterrándolo en ese bosque, para que venga alguien y se lo lleve! ¡¿Qué voy a mirar ahora?!
—Si ese es el problema, tiene fácil solución —le dijo su vecino—. Agarra una roca y entiérrala para fingir que es el tesoro.
—¡¿Qué dices?! ¡Una roca no vale nada!
—Da igual para lo que empleabas el tesoro —replicó su vecino— pues jamás hiciste buen uso de él. ¿De qué te servía tenerlo enterrado y mirarlo, si nunca lo ibas a gastar de todas maneras? Puedes estar seguro de que ese ladrón, por más deshonesto que sea, aprovechará su suerte mejor que tú.
Al final del día, el avaro tuvo que darle la razón. Muy tarde se daba cuenta de que su tacañería no lo había llevado a ningún lado y ahora, realmente vivía en la miseria por tener unos pensamientos tan mezquinos, en lugar de agradecer la fortuna con la que contaba.
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