Marcos caminaba a un lado de la carretera que se desplegaba desde Morelos, con un bolso de viaje al hombro y los pies cansados de andar. Irse de casa a los diecisiete años, no era una buena idea cuando no contabas con tu propio vehículo. Pero tenía unos cuantos ahorros y confiaba en que una vez que llegara a la Ciudad de México, podría conseguir un trabajo.
Sin embargo el camino era largo y a cada minuto que pasaba, el cansancio y el miedo hacían mella en él.
Ya le habían advertido lo peligroso que era andar por esos rumbos cuando se oscurecía. Y no precisamente por el riesgo de terminar atropellado. En las últimas semanas, se rumoreaba que varios hombres que viajaban a pie habían desaparecido de forma inexplicable. Aunque las autoridades aun no tenían claro lo que ocurría, se había emitido un comunicado de alerta.
Estar solo en la carretera, era simplemente un riesgo que no valía la pena correr.
Exhausto, Marcos alzó por décima vez su pulgar para pedir un aventón a los coches que pasaban, siendo ignorado sin más. La mayoría de las veces, los conductores ni siquiera se dignaban a mirarlo.
El chico suspiró y se obligó a seguir andando.
De pronto, un coche clásico y de color rojo aminoró la velocidad para ir a la par suya. Marcos volteó y se dio cuenta de que en el interior iban tres mujeres. Todas eran jóvenes; solo un poco mayores que él, hermosas y lucían unos grandes atributos, a través de sus vestidos caros y ajustados.
Las muchachas le sonrieron de manera felina.
—¿A dónde vas, cariño? —le preguntó la que iba al volante.
—A la Ciudad de México, pero nadie me ha querido acercar —respondió él con desánimo.
—Pues súbete, que nosotras te llevamos.
Pensando en la suerte que tenía, Marcos abrió una puerta y se metió en el asiento trasero, tras lo cual emprendieron la marcha. Durante todo el camino, las mujeres no dejaban de mirarlo, halagándolo por lo guapo que era y preguntándole porque un chico como él viajaba solo de ese modo. Él se quedó mudo.
—Te fuiste de casa, ¿verdad? —le dijo una de las chicas, acariciándole la mejilla— Quien te viera, muchachito.
—Tan jovencito y tan mal portado.
Las mujeres rieron de una forma que a Marcos le dio mala espina, pero no quiso decir nada. Al fin y al cabo, ¿que daño podían hacerle tres mujeres?
—Por favor, no le digan nada a la policía. No quiero volver a casa —suplicó.
—Descuida, chiquito. No vas a volver.
La mujer que tenía sentada al lado le sonrío ampliamente, mostrándole dos largos y escalofriantes colmillos. Antes de que el joven pudiera gritar, la criatura se abalanzó sobre él, mordiéndolo sin piedad. Sus acompañantes hicieron lo mismo, acorralándolo en el asiento. Lo último que vieron sus ojos fue como aquellos rostros tan bellos se transformaban en algo demoníaco. Ahí mismo fue devorado.
Dicen que aun hoy, el carro rojo vaga con sus ocupantes, buscando nuevas víctimas.
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