Una historia corta que nos habla acerca de la importancia de ser humildes, y valorar a los demás no por su exterior, sino por sus buenos sentimientos.
En un bosque muy frondoso, habitaba un cedro que era alto y hermoso como ningún otro. Cada primavera, sus ramas se llenaban de un denso follahe que estaba hecho de hojas verdes como esmeraldas, que resplandecían cuando el sol les daba de lleno. La corteza de su tronco era suave y fragante, y su figura, más recta y estilizada que la de sus compañeros.
Era pues un árbol muy bello, que al saberse con tan buen porte, comenzó a albergar malos sentimientos de superioridad y a humillar a los otros, pensando que no eran tan preciosos como él y que por lo tanto, no merecían vivir en el mismo bosque.
—¡Cuan perfecto soy! —exclamaba presuntuosamente— No hay criatura que pueda resistir mi belleza, ni árbol que se me compare. Ninguna de ustedes me llega a la suela de los pies.
Y así pasaban los días, hasta que todos los árboles del bosque maduraron y llegó otra estación de primavera.
Entonces, algo increíble ocurrió.
El manzano dio jugosas y frescas manzanas, el cerezo se lleno de apetitosas cerezas y el peral, dio pesados y hermosos perales. Todos los frutos se veían riquísimos y caían al suelo tentando a todas las criaturas del bosque.
Al ver esto, el cedro se sintió horrorizado al ver que él no podía dar ningún fruto.
—Mi belleza no está completa sin ningún fruto que cuelgue de mis ramas —se lamentó.
Y día con día, comenzó a amargarse al ver como los otros árboles daban aquellos codiciados alimentos. Hasta que un día, después de poner todo su empeño, por fin fue capaz de dar un único fruto pequeñito, que surgió en una de las ramas de su cima, donde nadie lo podía alcanzar.
Aún así, el cedro se puso muy contento.
—Voy a cuidar este fruto con todas mis fuerzas, lo alimentaré y lo llenaré de luz hasta que crezca tanto, que sea más bello y grande que todos los demás. Entonces volveré a ser el mejor árbol del bosque.
Y así lo hizo, pero la fruta se puso tan grande y se volvió tan pesada, que irremediablemente comenzó a deslizarse hacia abajo sin desprenderse del ramal, obligando al cedro a agacharse cada vez más y más, hasta que su tronco se deformó y quedó torcido para siempre. Y el fruto, sin nadie que se atreviera a comerlo por lo grande que era, eventualmente se pudrió y murió.
Entonces el cedro quedó convertido en el árbol más feo de todos los que había en el bosque, y tuvo que vivir para siempre con su vergüenza.
—Ay —gemía arrepintiéndose—, ojalá no hubiera sido tan vanidoso como para envidiar lo que otros tenían, y obsesionarme con ser el más hermoso. Ahora sé que la vanidad es algo horrible, que te impulsa a hacer locuras mientras los demás son felices con lo que tienen.
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