El zorro es el animal más inteligente del reino animal, muy conocido por sus ojos sagaces, capaces de descubrir el más mínimo engaño y por poseer un abrigo rojo como la sangre. Más no siempre fue así esto último, porque hay una historia que ocurrió hace ya bastante tiempo, en una tierra donde la primavera no llega nunca y en cambio, el manto blanco de la nieve cubre todos los territorios.
En medio de ese paraje de invierno eterno, se encontraba la Señora del Frío, pensativa dentro de su palacio de cristal.
Había una cosa que la mujer deseaba más que nada y era nada menos que una rosa rosa, que crecía en los límites de sus tierras heladas. Pero a ella le estaba prohibido acercarse tanto a las colinas de la primavera, ¡era tan delicada la naturaleza y el solo rumor de sus pasos podría cubrirlas de nieve!
Sin embargo, había visto en sueños los hermosos pétalos carmesí, abiertos de par en par y un tallo reluciente como las mismas esmeraldas. Desde entonces, no podía dejar de pensar en esa imagen de ensueño.
¿Dónde iba a encontrar una flor que fuera tan roja en sus tierras?
Tenía allí tulipanes de nieve, orquídeas cristalinas hechas de hielo, que reflejaban la luz del sol como vitrales de colores y narcisos azules de fractales. Pero ninguna de esas flores se comparaba a la que veía por las noches.
He aquí que un zorro viajero, habiendo escuchado el dilema de la señora, fue hasta su palacio y se presentó ante ella.
—Mi señora, yo os traeré la rosa roja de las colinas —anunció, con una inclinación de su cabeza—, pero tendrá que ser usted muy paciente, porque el viaje no es fácil y ellas son celosas de sus tesoros. Sin embargo, creo que puedo escabullirme sin que noten mi presencia.
—Traéme esa rosa —replicó la doncella— y te concederé lo que quieras.
Entonces extendió una de sus manos y el pelaje del zorro se volvió tan blanco como la nieve, a tal grado que era imposible distinguirlo del suelo donde pisaba. Gracias a ello, el animal pasó desapercibido durante todo su viaje y al llegar hasta las colinas, esperó agazapado a que estas cerraran sus ojos.
Las luces nocturnas iluminaban el cielo.
El zorro se acercó sigiloso hasta uno de los rosales que florecían con sus capullos abiertos de par en par. Cortó una flor y se volvió a toda prisa por las tierras nevadas; un único punto carmín parecía desplazarse entre ellas a toda velocidad.
Cuando llegó al palacio de la Señora del Frío, se encontraba agotado por la travesía.
La mujer tomó la rosa, que se congeló ante el toque de sus manos. Su belleza ahora perduraría para siempre. Y desde ese momento, el zorro del ártico fue albergado con los más grandes honores en casa de la regente del invierno y suyas fueron también sus tierras.
Conservó su hermoso abrigo blanco y es por eso que hasta hoy, se lo puede ver camuflándose entre la nieve.
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