En medio del campo vivía un labrador que tenía una pequeña granja, llena de animales. Por las mañanas salía muy temprano a trabajar en el campo y por las tardes, regresaba para dar de comer a todos, desde el perro que le cuidaba la casa hasta los puerquitos que vivían cerca del corral.
El hombre amaba mucho a sus criaturas y era muy compasivo con las que encontraba en el camino. No le gustaba matar a ninguna, a menos que fuera absolutamente necesario.
Pero no había aprendido aun que, aunque uno tenga buenas intenciones, no podía confiar siempre en que los otros las apreciaran.
Cayó el invierno y la nieve cubrió todos los campos. Ya no salía el labrador a trabajar en las afueras, pues había recogido las cosechas y el suelo no despertaría hasta la primavera. Siendo así, se quedó en casa con sus animalitos y se sorprendió una mañana, cuando encontró algo en la nieve.
Era una culebra que yacía temblando en un rincón, entumida por la baja temperatura.
—¿Vas a matarme? —le preguntó ella, levantando la cabeza— Casi sería mejor que lo hicieras, pues no voy a poder sobrevivir este frío.
El labrador se sintió muy conmovido y la recogió con sus manos para tratar de darle calor. Luego la acercó a su pecho.
—No voy a matarte, si quieres puedes pasar el invierno en mi casa, junto a la estufa. Cuando la primavera vuelva podrás regresar a las afueras. Eso sí, tienes que comportarte pues te estoy haciendo un favor.
La víbora prometió que no lo mordería y juntos entraron en su hogar.
Los días invernales se sucedieron lentamente y aquel animal se acostumbró bien pronto a vivir al lado de la estufa, donde ya no sentía el frío. Además, el labrador siempre compartía con ella lo que tenía en su mesa, por lo que tampoco pasaba hambre.
Pronto se puso gorda y empezó a despreciar la idea de tener que irse en primavera.
«Si pudiera quedarme aquí, tendría la vida resuelta», pensó.
Finalmente se acabó el frío. El sol volvió a brillar y la tierra comenzó a dar frutos. Apenas el labrador abrió la puerta para despedir a la culebra, sus malévolos instintos regresaron y lo mordió de muerte. Estaba dispuesta a todo con tal de no volver afuera.
Su bienhechor, sintiendo que se moría, se lamentó en voz alta por ser tan ingenuo.
—¡Me lo tengo merecido, por haber tenido lástima de un ser tan malvado! Tú nunca vas a cambiar tu naturaleza.
La víbora le dio la razón. Ella estaba acostumbrada a arrastrarse por el suelo, aprovechándose de todos los seres que encontraba en su camino. A algunos se los comía, a otros los picaba para que no fueran un obstáculo. En ningún momento supo acordarse de las tiernas atenciones del labrador, ni que gracias a él no se había muerto de frío.
Pensaba que viviría muy a gusto en su casa, hasta que el perro del campesino entró gruñendo. Se abalanzó sobre la víbora y la mató.
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