Había una vez un viejo lirón que era muy tacaño. Siempre estaba viendo la manera de no gastar, a pesar de que nada le faltaba como para que se comportara de esa manera. No le gustaba ayudar a sus vecinos y mucho menos donar su dinero para obras de caridad. Escatimaba con la comida y todo el tiempo se estaba quejando de que la vida era muy cara.
Al contrario que él, la familia de topos que vivía bajo tierra era muy gentil y generosa. Siempre compartían lo que tenían con el resto de sus vecinos y procuraban ayudar a quienes más lo necesitaban. Incluso al viejo topo, aunque tuviera un carácter tan amargado.
Pero él nunca se dignaría a recordar todas esas veces en las que habían sido tan amables con él, sin esperar nada a cambio.
Un día, alguien tocó a su puerta. Se trataba del miembro más pequeño de la familia de los topos.
—Buenos días, señor lirón —lo saludó él—, mi mamá me ha mandado a pedirle medio kilo de harina, pues tiene que hacer un pastel.
De mala gana, el lirón aceptó dársela solamente porque Mamá Topo ya le había dado también comida en varias ocasiones. Al rato, el pequeño topo regresó.
—Ahora mi mamá necesita que le preste medio kilo de azúcar —le dijo.
El lirón, enojado por tantos favores, decidió darle medio kilo de sal en vez de azúcar, regodéandose al pensar en lo feo que le quedaría el pastel a Mamá Topo. Se pasó toda la tarde riendo mezquinamente por su travesura.
Al día siguiente, el pequeño topo volvió a tocar a su puerta. Llevaba con él un enorme pastel de fresas, de apetitoso aspecto.
—¡Buenos días, señor lirón! —lo saludó con alegría— ¡Y feliz cumpleaños! Mi mamá le ha mandado este pastel que hizo ayer con las cosas que le prestó.
El lirón se llevó una gran sorpresa al ver aquello, pues no sabía que Mamá Topo se hubiese acordado de su cumpleaños. Avergonzado, aceptó el pastel y le dio las gracias a su hijo. Por supuesto, estuvo dudando mucho al comérselo, pues sabía bien que tenía sal en vez de azúcar.
Cuando lo probó se enfermó del estómago, se veía apetitoso por fuera, pero realmente sabía a rayos. Y la culpa era de él por ser tan tacaño y mal pensado.
Desde ese día, el lirón cambio su modo de ser al comprender la suerte que tenía de tener unos vecinos tan considerados.
Comenzó a ayudar a los demás y ya no se quejaba de que todo era muy caro, pues al compartir con los otros, ellos también le prestaban sus cosas de buena gana y lo invitaban a la comida. Y el lirón tenía más de lo que nunca se imaginó llegar a poseer.
Pero lo más importante, fue que ahora contaba con amigos.
Como él, tú no debes olvidarte de la importancia de la generosidad. Pues si eres alguien generoso con tus semejantes, la vida lo será contigo.
¡Sé el primero en comentar!