Una vieja cabra vivía en el bosque al lado de sus siete cabritas, a las que quería con todo su corazón. Un buen día, la cabra tuvo que salir al mercado, pero antes, le advirtió a sus pequeñas que no le abrieran la puerta a nadie más.
—Hay un lobo que anda suelto por ahí —les advirtió—, si trata de acercarse, lo van a reconocer por su gruesa voz y sus patas negras como el carbón. ¡No se dejen engañar!
Y diciendo esto se marchó a hacer sus recados.
No pasó mucho rato antes de que alguien llamara a la puerta. Las cabritas se asustaron al escuchar una voz ronca al otro lado.
—Pequeñas, déjenme entrar, soy un viejo perro que necesita agua.
Al asomarse por debajo de la puerta, vieron cuatro patas negras y enormes.
—¡Eres el lobo! ¡No nos puedes engañar!
Y al ver que no le abrían, el lobo fue hasta la casa de un panadero que vivía cerca y metió sus patas en un costal de harina para que se volvieran blancas.
—Pequeñas, soy mamá que viene de vuelta —dijo al volver a la cabaña, fingiendo una voz suave y dulce—, abránme la puerta.
Las cabritas, al asomarse de nuevo bajo la puerta, vieron que sus patas eran blancas y se confiaron. Pero al retirar el pestillo y entrar el lobo disfrazado, se llevaron un gran susto. El muy malvado se las zampó a todas enteras, menos a la más pequeña, que corrió a esconderse bajo la cama.
Satisfecha su hambre voraz, la bestia se retiró al bosque.
Cuando la mamá cabra volvió a casa, se sintió morir al ver el desorden que había y la ausencia de sus amadas hijas. Solo la menor pudo contarle lo sucedido y entonces ambas lloraron hasta que no les quedaron lágrimas.
Entonces salieron al bosque y hallaron al lobo que dormía la siesta, mientras algo se movía en su barriga.
—¡Son mis hijitas que siguen vivas! —exclamó la vieja cabra.
Rápidamente sacó sus tijeras de costura y le abrió su enorme panza al lobo, alegrándose al ver como las cabritas salían saltando de una en una, sanas y salvas.
—Ahora corran hijas mías, vayan a traerme tantas piedras como encuentren para llenar la barriga de este rufián —les dijo a las siete.
Las cabritillas obedecieron y con mucho sigilo, fueron colocando tantas piedras como encontraron en el estómago del lobo, el cual su madre cosió con hilo y aguja antes de que huyeran a refugiarse en su cabaña.
Cuando el depredador despertó, sentía un gran dolor en la panza.
—¡No puede ser que esas cabritas me hayan hecho daño! —exclamó, arrastrándose hasta un pozo para beber agua y aliviar su malestar.
Pero el peso de las piedras lo hizo caer de boca y ahogarse en el fondo, poniendo fin a toda su maldad. A partir de entonces, la vieja cabra vivió feliz y tranquila al lado de sus cabritas, y no hubo nada que las pudiera separar de nuevo.
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