Había una vez dos ratones que aunque eran primos, no podían ser más distintos el uno del otro. El primero de ellos vivía en la campiña con gran sencillez. Se levantaba temprano para buscar su comida y por la noche dormía calientito en un establo lleno de heno. El segundo era un ratón de ciudad que no se había contentado con vivir en cualquier lugar.
Él habitaba en un gran palacio, lleno de sirvientes y miembros de la realeza, donde todos los pisos estaban hechos de mármol puro y las puertas tenían chapas de oro. Podía buscar alimento a cualquier hora que quisiera y descansar detrás de las lujosas paredes.
Un día, el ratón de campo invitó a su amigo a pasar unos días con él y este aceptó.
Cuando llegó, le ofreció lo único que tenía en su casa, espigas de trigo y cebada que había recogido de las cosechas. Pero el sofisticado ratón las miró con desdén:
—¿De verdad esto es lo único que tienes para comer? ¡Pobre primo mío, tú sí que llevas mala vida! Me parece que lo mejor es que seas tú mi invitado para que veas lo que es bueno. Mañana nos regresamos los dos a la ciudad.
Y dicho y hecho, los ratoncitos emprendieron el camino hacia el palacio al día siguiente.
Allí, el ratón de la campiña se quedó deslumbrado por lo bello que era todo. Por los mayordomos con librea, las princesas que iban de un lado a otro y los adornos tan distinguidos que adornaban sus habitaciones.
Pero lo que más le impresionó, fue ver la abundancia de comida que había en las cocinas. Mesas repletas de pan, quesos, miel, higos, frutas y carne de todo tipo, que le hicieron agua la boca con solo verlos. Su primo sonrío presuntuosamente y lo urgió a que se sirviera.
—¡Tenías toda la razón, querido primo! ¡Qué afortunado eres por poder disfrutar de un banquete como este todos los días! —exclamó, agarrando un enorme pedazo de queso— En cambio yo, ¡que vida miserable he llevado sin saberlo! ¡Qué mala suerte la mía!
En eso entraron unos criados y los ratones tuvieron que esconderse, asustados de que los mataran por hurtar entre su comida. Pasaron horas ocultos en un agujero, hasta que horas después, pudieron salir por un poco de higos.
Pero no habían terminado de tomar unos trozos de la fruta, cuando más criados entraron a toda prisa y tuvieron que correr de nuevo.
Así sucedió dos o tres veces más, hasta que el ratón de campo se hartó de aquello y decidió volver a su casa. Su primo se quedó desconcertado al escucharlo.
—¿Por qué te vas? ¿No ves toda la comida qué tenemos aquí a nuestro alcance? Solo debemos esperar un poco más a que los otros se vayan…
—Yo paso de eso —dijo el ratón humilde—, podré tener solo trigo y cebada para alimentarme, pero al menos no tengo soportar que nadie me persiga para matarme. Prefiero comer cosas simples pero contento.
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