Ichigo salió del auto frustrado y se mesó el pelo. Se suponía que aquel viaje a las montañas fuera una escapada idílica para él y su novia, Sakura. Pero en lugar de eso, habían terminado perdidos en quien sabía donde. No reconocía ninguno de aquellos parajes. Y para colmo, el coche había dejado de funcionar.
—Vamos a pedir ayuda a ese pueblo que se ve a lo lejos —le propuso la muchacha, señalando los tejados en los que no había reparado—, a lo mejor alguien ahí nos puede reparar el carro.
Ella e Ichigo se dirigieron hacia el poblado, pensando que no debían haber salido de Tokio. Nada más llegar a la puerta que resguardaba aquella extraña aldea, se toparon con un cartel deteriorado por el paso del tiempo, el cual advertía lo siguiente: “Las leyes constitucionales de Japón no tienen valor aquí”. Aquello les inquietó y se miraron.
—No tenemos más remedio que entrar —dijo Ichigo—, seguro que no es nada.
Se adentraron pues en las calles, mirando a su alrededor con desconfianza. Las casas estaban descuidadas y todo en general tenía un estado lamentable. Un olor nauseabundo que no supieron identificar brotaba de alguna parte. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en aquel lugar. En vez de un pueblo rural contemporáneo, parecía una aldea feudal de hacía siglos.
Algo andaba mal allí pero no sabían explicar que era.
—¡Oh, por Dios! —Sakura lanzó un grito aterrador al ver a un hombre que andaba por la calle. Arrastraba consigo un brazo humano y recién cercenado, cubierto de sangre.
Ichigo lo miró horrorizado y luego reparó en que una puerta se abría cerca de ellos. La mujer de la casa los miró fijamente, sonrió y echo a andar hacia ellos con un hacha en la mano. Ambos se echaron a correr sintiendo que ahora les seguían, dos, tres personas, toda una multitud que reía de un modo malsano.
Comenzaron a gritar pidiendo auxilio, hasta llegar a una construcción de considerable tamaño, una especie de templo derruido. Ingresaron dentro y un hombre desconocido les dio la bienvenida. Aunque sus ropas estaban gastadas, hablaba con educación y poseía unos modales exquisitos.
—¿Quién es usted? —preguntó Ichigo.
—Soy el último miembro del clan Inunaki, alcalde de este pueblo. Hacía mucho tiempo que no recibíamos visitas.
—Por favor, ayúdenos —suplicó Sakura—. Tenemos que salir de aquí…
—¿Salir? Nadie sale de aquí, querida niña. Son muy pocos los que son capaces de dar con este sitio, y ustedes dos tienen una pinta muy sabrosa —el hombre sonrió de un modo perverso—. Como bien deben saber, aquí no existen las leyes. Ni las del hombre, ni las de Dios.
La gente del pueblo comenzó a entrar con armas diversas. Todos vestían harapos y estaban manchados de sangre.
—Bienvenidos a la aldea Inunaki.
Esta historia se encuentra basada en la leyenda de la aldea Inunaki, un supuesto pueblo japonés donde los pobladores cometen actos como el incesto y el canibalismo, perdido entre las montañas de Japón.
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