La Flor de Cempasúchil es uno de los símbolos más queridos de los mexicanos, con su colorido y las bellas tradiciones de las que forma parte. Hasta hoy en día, se le conoce por ser un nexo muy poderoso entre la tierra de los vivos y los muertos, pues de acuerdo con las leyendas, sus pétalos marcan un puente hasta el Mictlán (tierra de los difuntos), para que los que ya no están con nosotros puedan regresar una vez al año.
Hace mucho tiempo, cuando las grandes civilizaciones que abundaban en México todavía estaban en su gloria, existían dos jóvenes llamados Xóchitl y Huitzilin, quienes se amaban con toda el alma.
Ellos estaban juntos desde niños e iban a todas partes como buenos amigos. A menudo paseaban y reían por las calles, y cuando iban al bosque a buscar flores. Todos los días subían hasta lo alto de un cerro y se las dejaban como ofrenda a Tonatiuh, el dios del sol que todo lo ve.
Con el tiempo, esa hermosa amistad que se profesaban se convirtió en un sentimiento más profundo.
Decidieron casarse y como sus familias también eran grandes amigas, el enlace se dispuso con gran alegría. Xóchitl comenzó a coser sus ropajes para la boda y sus padres se encargaron de reunir toda la comida necesaria para un gran festín. De un momento a otro, de lo único que se hablaba era de la unión entre ambos.
Cuando Xóchitl y Huitzilin estaban efectuando los últimos preparativos de su boda, una guerra estalló y todos los hombres tuvieron que salir a defender a su pueblo. Los enamorados se despidieron con lágrimas muy amargas en los ojos y Huitzilin prometió que regresaría.
El tiempo transcurrió y los días de Xóchitl se volvieron muy grises, entre la ausencia de su amado y la boda que no había podido ser. Un día, llegaron noticias de los guerreros y ella acudió con el corazón en un puño.
Huitzilin había sido herido de muerte y nunca podría regresar a casa.
Devastada, la joven volvió a subir al cerro sin ganas de vivir y le pidió entre lágrimas a Tonatiuh, que la ayudara a reencontrarse con el amor de su vida. El dios, conmovido, la tocó con uno de sus rayos y al instante, el cuerpo de Xóchitl se convirtió en una hermosa flor.
Sus pétalos eran brillantes como el mismo sol, pero se mantenían cerrados y recelosos. En ese instante, un pequeño colibrí del color del fuego se acercó hasta el capullo.
Era Huitzilin, quien había regresado en forma de pájaro para estar con su amada.
Con su pico tocó el centro de la flor y está se abrió en veinte pétalos, desprendiendo una fragancia preciosa. Esta vez, los enamorados estarían juntos para siempre y nadie podría impedirlo.
Esa bella flor se convirtió en el Cempasúchil, que hoy los mexicanos colocan en sus altares de muertos, celebrando las festividades de los difuntos. Muy pocos saben que en el pasado, esta brotó como producto del más grande sacrificio de amor.
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