Infantiles 5

La oruga sin esperanza

     En Clarodearriba vivían, desde siempre incluso desde antes, una colonia de orugas y gusanos, muy rígidos, viscosos y soñadores. Algún día se convertirían en preciosas mariposas de colorines. Todos menos uno.

            Ya hacía demasiado tiempo, un puñado de días uno arriba uno abajo, que Silvestre, el gusano que se había quedado atrasado, se arrastraba por su rincón del bosque, buscando una piedra donde esconderse para que nadie se riera de su mala suerte. Todos sus amigos ya habían levantado el vuelo y se habían ido muy lejos, con sus alas bien abiertas, horizonte y más allá. Ninguno se había quedado con él, sin haber mudado el capullo para ser, de la noche a la mañana, una maravillosa mariposa multicolor. Él, no obstante, después de mucho pasear por el bosque, ya había perdido la esperanza.

            Un buen día, mientras Silvestre dormía la siesta bajo un hongo rojo con manchas blancas, un duendecillo denominado Guirigay le despertó de una patada en el trasero:

            —Escucha, tú, gusano sucio y apestoso, ¡sal inmediatamente de mi palmo de bosque! ¡Esto es propiedad privada! ¡Lárgate si no quieres que llame a mis hermanos Jaleo y Verbena!

            Silvestre, todavía medio adormilado, se asustó de verdad ante el duendecillo que le gritaba desde hacía rato. Eran, más o menos, de la misma estatura.

            —Perdona, tío —se disculpó el gusano—, no sabía que este trozo de bosque fuera de alguien en concreto… Ya me voy… No quiero molestar…

            Como Guirigay vio tan apenado a Silvestre, detuvo su rápida huida.

            —¡No corras tanto, hombre, que pareces un ciempiés!

            —¿Pero no querías que me fuera?

            —Sí, pero no hace falta que te vayas llorando, ¿no crees?

            —No, si no lloro por eso…

            —¿Entonces? —interrogó Guirigay, a la vez que se sentaba sobre una chapa de cola light y sin cafeína.

            —Huy, es una historia muy larga…

            —No tengo nada mejor que hacer… Empieza…

            —Verás, es que he perdido la esperanza…

            —¿Cuál?

            —Toda.

            —¿Toda?

            —Sí.

            —¿Toda-toda?

            —Del todo.

            —¿De veras?

            —Seguro.

            —Entonces sí que me sabe mal…

            —Me lo temía…

            —No debes temer nada: esto lo arreglamos enseguida, ¡en un periquete!

            —¿Cómo?

            —Ven conmigo, querido amigo…

            Transcurrieron un par de larguísimos minutos cuando Silvestre y Guirigay llegaron al poblado de los duendecillos del bosque Clarodearriba. Todos los habitantes de la aldea se extrañaron mogollón cuando se percataron de la presencia de un gusano, pero como lo acompañaba Guirigay, el duendecillo más conocido del poblado, no se asustaron ni nada parecido.

            —¿Has visto a mis hermanos? —preguntó el duendecillo a otro que cargaba un piñón sobre su espalda.

            —Sí, hace un momento: estaba ordenando el almacén de los trastos.

            —Es verdad, que hoy tocaba limpieza a fondo… Ya no me acordaba. ¡Vamos, pues! —anunció Guirigay a su invitado.

            Los dos, uno andando y el otro arrastrándose, llegaron a una caja de cartón del revés donde se podía leer un cartel: ALMACÉN DE TRASTOS.

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            —¡Adentro!

            Silvestre alucinó con todos los trastos que allí había: retales de ropa diversa, trozos de papel, cordones, pedazos de corcho, un palillo gigante, un dedal de metal, una moneda de un céntimo de euro, un soldado de plomo, una galleta de chocolate y un tetrabrik de donde salieron Jaleo y Verbena, los hermanos de Guirigay.

            —Hola, Guirigay —le saludó Jaleo, el más enclenque de los tres.

            —¿Qué haces por aquí, hermano? —se extrañó Verbena, el gordito de la familia.

            —Veréis: me he encontrado a Silvestre y tiene un problema, de los gordos.

            —Si podemos hacer algo…

            —Explícate un poco más.

            —Ha perdido la esperanza —confirmó, guiñándoles el ojo, Guirigay.

            —¿Toda? —preguntaron, a la vez, los dos duendecillos.

            —Toda…

            —A ver si lo podemos arreglar…

            A continuación, los tres hermanos se adentraron por la puerta del almacén de los trastos. Silvestre, mientras tanto, se enroscó en un agujero que encontró y esperó que volvieran sus nuevos amigos.

            Al cabo de nada salieron, uno con varillas de acero inoxidable, el otro con dos centímetros cuadrados de tela impermeable y Guirigay con un rollo de esparadrapo. Sin dejarle decir ni mu, lo atraparon de las falsas axilas y, uno por aquí y el otro por allá, lo engalanaron en un coser y cantar.

            —¡¡Ya está!! —se felicitaron los tres duendecillos.

            —¿Ya está el qué? —preguntó, muy asustado, Silvestre.

            —Mírate en el espejo…

            El gusano, quien, de primeras, no podía arrastrar su cuerpo con tanta facilidad como de costumbre, se acercó a un trozo de cristal que había en la esquina del almacén de los trastos. ¡No era posible! ¡Había mudado! ¡Era, por fin, una mariposa! De los costados le salían dos alas inmensas que, a buen seguro, ¡lo elevarían hacia el cielo! ¡Su sueño hecho realidad! ¡Había encontrado la esperanza! ¡¡Ingenuo él, que creía que la había perdido!!

            —Gracias, amigos…

            —De nada, hombre, de nada… Si no nos ayudamos entre nosotros…

            —¡Venga, Silvestre, a volar! —le pidió Guirigay.

            —Os vendré a visitar siempre que pueda, ¡os lo prometo!

            —¡Aquí estaremos, para abrazarte cuando vuelvas, amigo! —le contestaron los dos hermanos menores de Guirigay.

            —¡Hasta pronto!

            —¡Buen viaje!

            —¡Adiós!

            Mientras Silvestre, el gusano que había perdido la esperanza pero que la había reencontrado gracias a la ayuda de los tres duendecillos del bosque de Clarodearriba, volaba hacia el cielo batiendo sus alas recién estrenadas, Guirigay se dirigió a sus hermanos:

            —No se puede perder la esperanza, jamás en la vida. Nunca se sabe cuándo la suerte te puede sonreír. ¿Estáis de acuerdo?

            —Tienes toda la razón —le confirmó Verbena, mientras se rascaba la barriga.

            —Por supuesto, palabra de sabio —estuvo de acuerdo el otro hermano, Jaleo.

            Después de comprobar que Silvestre no tenía problemas para mantener el equilibrio en las alturas, regresaron al almacén de trastos. Porque, seguro, algún otro animal del bosque, tarde o temprano, perdería la esperanza y les pediría auxilio. Y ellos siempre estaban dispuestos a socorrer a quien fuera necesario, ¡solo faltaría!

FIN

La oruga sin esperanza 1

Octavi Franch

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