Esta era una rana deprimida con su apariencia, que todos los días se miraba a sí misma en el estanque, sin poder hacer otra cosa más que enumerar sus defectos.
—¡Qué grande es mi boca! —decía— Tan ancha como la de un buzón y emite ruidos tan desagradables, ciertamente una cosa fea. ¡Y este color verde, como el de las lechugas! A mí no me gusta para nada. Y estas manchas marrones, que son como verrugas sobre mi cuerpo. ¡Ay, qué desgracia la mía, haberme tocado nacer así!
Pero lo que más acomplejaba a la ranita sin duda alguna, era su tamaño, pues se sabía tan pequeña al lado de otros animales, que no podía sino sentirse inferior a ellos.
Más todos los días en su recorrido hacia los estanques, pasaba por un verde pastizal en el que acostumbraba retozar un enorme buey, fuerte e imponente como solo los de su especie podían serlo. Y la ranita se quedaba maravillada al verlo.
—¡Qué suerte la de ese buey! —pensaba en voz alta— Siendo tan grande y tan poderoso, todos lo han de respetar, y mira que hermoso se le ve.
Un buen día, yendo ante sus amigas, tomó una exasperada decisión:
—¡Me cansé de ser una ranita! —exclamó, ante la mirada sorprendida de todas— De ahora en adelante, voy a ser tan grande como un buey. Avísenme cuando haya alcanzado su tamaño.
Y así, la rana comenzó a inflarse para ser tan enorme como aquel animal, sin conseguir más que asemejarse a un globo inflado.
—¿Ya soy tan grande como él?
Y las ranitas, apenadas por su amiga pero siempre sinceras, le respondían que no. Entonces ella seguía inflándose, haciendo esfuerzos por cambiar y reteniendo tanto aire como podía dentro de su resbaladizo cuerpo.
—¿Y ahora? ¿Me parezco al buey?
Pero las otras ranas no pudieron hacer más que negar con la cabeza y así, la ranita siguió inflándose tanto, que explotó y se desmayó con un alarido de dolor. Había un agujero enorme en su estómago.
Sus amigas, raudas, acudieron a buscar a un sapo que era cirujano y que con un poco de tela de araña pudo rellenar y coser el orificio, salvando la vida de la rana. Desde ese entonces, a ella no se le ocurrió volver a arriesgarse por convertirse en algo que no era.
Decidió enfocarse en las ventajas de ser ranita y que antes no había notado. Ella podía dar saltos increíbles de nenúfar en nenúfar y bañarse todo el día en el estanque; algo que los bueyes ni siquiera podrían soñar.
Y por fin, la rana fue feliz consigo misma.
¿Cuál es la moraleja de esta historia? Acéptate tal y como eres, nunca intentes ser como nadie más. Todos tenemos defectos pero también virtudes y habilidades que nos hacen únicos. Cultiva las tuyas y brillarás para el mundo, vayas donde vayas. Fíjate en tus defectos y los demás lo harán también.
De ti depende la forma en la que el mundo te observe.
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