Oriunda de Galicia, Alicia había crecido en un pueblito muy tradicional y supersticioso, donde las fiestas religiosas estaban a la orden del día. Allí, eran muy conocidos los relatos sobre fantasmas, brujas y la Santa Compaña, una fantasmal procesión que vagaba ciertas noches del año, en busca del alma de los vivos que estaban llegando al final de su existencia.
Ella desde luego, hacía mucho tiempo que había dejado de creer en tales palabras. No se había ido a Madrid a cultivarse y estudiar psicología para dejarse engatusar por chismorreos de viejas.
Aquel fin de semana, el motivo que la llevaba de regreso a su pueblo no era el más feliz. Su tío Eusebio había enfermado gravemente y al empeorar su condición, su madre la había telefoneado de inmediato para pedirle que fuera. A lo mejor y no pasaba de aquella noche.
Eusebio podía ser igual de supersticioso que las gentes del pueblo, pero también era el hombre más bondadoso que Alicia conocía. Había sido él quien supliera la ausencia de su padre cuando este último las había abandonado, y también quien pusiera parte de sus ahorros para que ella pudiese ir a estudiar a la capital. No podía fallarle.
En medio de la montaña, su coche se descompuso y Alicia soltó un frito de frustración. El pueblo no quedaba demasiado lejos, pero la noche estaba a punto de caer y no quería arriesgarse a subir sola por el monte. Intentó en vano, volver a encender el motor sin ningún resultado.
Furiosa, dejó caer la cabeza sobre el volante, sobresaltándose al escuchar que alguien tocaba a su ventana.
Allí afuera se encontraba su tío Eusebio, pálido y demacrado como un cadáver. La muchacha abrió la puerta a toda prisa.
—¡Tío! ¡¿Pero cómo es que está aquí? ¡Mira que aspecto tiene!
—Ya vienen —dijo él, como perdido.
—¿Quiénes?
—Escóndete.
Alicia quiso pedirle explicaciones a su tío, pero algo en su tono de voz y su propio instinto, le advirtieron que era mejor hacerle caso. Mientras unas misteriosas luces descendían por la montaña, la joven fue a ocultarse detrás de unos matorrales. Ahora podía escuchar unos cánticos tenebrosos que le ponían la piel de gallina.
Una extraña procesión de encapuchados bajaba lentamente por la ladera. Sus manos huesudas sostenían veladoras encendidas en lo alto, iluminando la negrura de la noche.
Su tío simplemente se quedó mirando a aquellos desconocidos y cuando uno uno de ellos le tendió su propia veladora, no vaciló en tomarla para unirse a la marcha. Alicia miró todo aquello con los ojos anegados en lágrimas y sintió que estaba a punto de desmayarse.
Comprendió que el buen Eusebio ya no estaba entre ellos, pero había ido a su encuentro una última vez para salvarle la vida, pues todo el que veía a la Santa Compaña corría el riesgo de ser arrastrado por aquellas almas errantes.
Aun en cuclillas entre los matorrales, la muchacha observó como su familiar se perdía con la procesión en la distancia, hasta que sus cantos se apagaron.
¡Sé el primero en comentar!