Un día, un joven discípulo salió a viajar por el mundo al lado de su maestro, un viejo muy sabio que había vivido un montón de experiencias y al cual había jurado obedecer. Por largos días caminaron, buscando posada en los lugares que se atravesaban por su camino.
Hasta que llegaron a un campo hermoso, en el que se divisaba una casa muy pobre. Allí, vivía un matrimonio humilde con dos hijos. Todos vestían con harapos y contaban con apenas lo indispensable para subsistir.
Al conocerlos, el joven se sorprendió mucho y no pudo evitar preguntarle al padre como hacían para sobrevivir en medio de tanta pobreza.
—Nosotros tenemos una vaca —contestó él—, es la única posesión valiosa con la que contamos. Todos los días da leche y parte de ella la vendemos en el mercado. La otra la bebemos o la intercambiamos por algunos alimentos, de ese modo vamos manteniéndonos.
Luego de conversar, el maestro y su alumno se retiraron, pues el viejo tenía que decirle algo importante. Con la mirada muy seria le dio una orden terrible.
—Saca a esa vaca del corral, llévala al precipicio más cercano y empújala.
El chico se sintió horrorizado al escuchar las palabras de su maestro y se negó.
—Señor, esa vaca es lo único que tienen esos desdichados para sobrevivir —le dijo con pena—, si muere, nunca más tendrán que comer.
Sin embargo, el hombre insistió en que le obedeciera sin mostrar piedad alguna y muy afligido, el muchacho tuvo que cumplir con la orden. Se robó a la vaca y la empujó por un barranco, viéndola morir al estrellarse contra el suelo.
La culpa no dejó de atormentarlo durante el resto del viaje y en los años siguientes. Cuando el joven se hizo mayor y hubo aprendido todo cuanto podía de su tutor, decidió seguir su camino solo y lo primero que hizo fue volver al campo aquel, con gran arrepentimiento.
Pensaba pedirle perdón a esa pobre familia y trabajar hasta ayudarles a comprar otra vaca.
Al llegar, se encontró con que la choza en la que vivían había aparecido y en su lugar se hallaba una casa grande y preciosa, con un gran jardín en el que jugaban algunos niños, un tractor y un coche reluciente en el pórtico.
Él se atormentó al creer que la familia habría tenido que vender sus tierras para subsistir, y se acercó a preguntar por ellos.
Cual fue su sorpresa al darse cuenta de que las personas que vivían allí, eran las mismas a las que había conocido años atrás. Pero habían prosperado milagrosamente. Al preguntarles como lo habían logrado, la respuesta lo asombró aún más.
—Cuando perdimos a nuestra vaca, no nos quedó más remedio que aprender cosas nuevas para trabajar y seguir adelante —le dijo el padre—. Así fue como desarrollamos habilidades que no sabíamos que poseíamos y el éxito tocó a nuestra puerta. Al final, la pérdida que sufrimos nos permitió esforzarnos de verdad para tener una vida mucho mejor.
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