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Leyendas de terror de Zacatecas

Las leyendas de terror de Zacatecas, al igual que tantas otras que se cuentan en todo México, son relatos que en su mayoría, se remontan a tiempos coloniales. Muchos hablan sobre lugares malditos, fantasmas que penan y crímenes escalofriantes. El día de hoy descubriremos algunas de las más escabrosas que se han contado a lo largo de los años.

El callejón del mono prieto

Leyendas de terror de Zacatecas 1

Doña Marciana Castillo era una mujer sumamente temida por sus vecinos, en lo que antes se conocía como la Calle de la Merced. Su casa se encontraba muy apartada de las demás y destacaba por no poseer ninguna ventana. En la azotea sin embargo, asomaba un torreón siniestro, a cuyo alrededor se habían desperdigado múltiples pedazos de vidrio, para impedir que algún intruso saltara e invadiera la propiedad.

A la mujer se le atribuía fama de bruja, pues cada noche, el torreón se iluminaba y despedía un hedor nauseabundo, que enfermaba a sus vecinos.

Además, tenía mucho dinero de manera inexplicable. Algunos decían que cambiaba monedas de oro de manera ilícita y otros, que se las había dado el diablo. Acostumbraba usar largos y ostentosos vestidos de seda, así como chales y joyas en exceso. Sus regordetes dedos lucían varios anillos. A pesar de lo finas que eran sus vestimentas, su apariencia era simplemente abominable, ya que tenía el rostro cubierto de cicatrices, los ojos enrojecidos y el cuerpo deforme.

El alma de Doña Marciana era igual de espantosa que su aspecto físico. A nadie socorría ni daba limosnas, casi nunca salía de su casa porque despreciaba a la gente y los demás le tenían pavor. Pero lo que más los asustaba, era el endemoniado mono que tenía por mascota, un animal negro como el carbón y que todo el tiempo emitía chillidos espeluznantes.

Un día, una mujer llegó a tocar la puerta de su casa con un bebé en brazos. La pobre había huido de un marido que la maltrataba y como no sabía de la mala reputación de la bruja, se había atrevido a pedirle que le dejara pasar la noche en su casa.

Al día siguiente, la desdichada fue muerta encontrada en la calle, con expresión de terror en la cara. Tenía arañazos en la piel, seguramente a causa del mono de la hechicera. Del bebé no había ni rastro.

Esto indignó muchísimo a la comunidad de la Calle de la Merced, que solo esperaba a que la vieja saliese de su hogar para matarla a pedradas. Todos se pusieron de acuerdo y bloquearon su puerta con bolsas de basura, que jamás fueron recogidas por los servicios municipales. Doña Marciana estaba harta.

Una noche se escuchó un estallido. Al mirar hacia la casa de Doña Marciana, la gente se dio cuenta de que por el torreón salía una multitud de llamaradas rojas y azules. Nadie quiso ir a rescatarla.

—Seguramente es el diablo que viene por ella y se lo tiene bien merecido —dijeron los vecinos.

Por la mañana, cuando el incendio se había disipado, encontraron el cadáver de la bruja en el torreón, calcinado. El mono saltaba encima de ella, embravecido. Fue necesario echarle un lazo al cuello para que se calmara, pero de tanto que se retorcía terminó ahorcándose. Nadie supo nunca que fue lo que había ocasionado aquella explosión.

Desde entonces, a la calle se le conoció como «El callejón del mono prieto».

La calle de Tres Cruces

Leyendas de terror de Zacatecas 2

Al final de lo que es la actual calle de San Francisco, muy cerca de la plaza principal del centro histórico zacatecano, vivió una vez un hombre llamado Don Diego de Gallinar. Él era un tipo acaudalado y su vivienda, una hermosa casona de tres pisos. Allí habitaba con su sobrina Beatriz Moncada, de la cual era tutor. La muchacha no tenía permitido ir a fiestas, ni salir a otro lugar que no fuera la Iglesia.

Su tío quería casarla con su único hijo, Antonio, quien se había ido al puerto de Veracruz para combatir a los piratas. Y es que, como Beatriz era heredera de la gran fortuna de sus padres, Don Diego se complacía al pensar que una vez que estuviera unida a su primo, la fortuna familiar permanecería en sus manos.

Lo único que lo inquietaba era la misteriosa melodía de violín que desde hacia varias noches, escuchaba afuera de su casa, no bien acababan de repicar las campanadas de la media noche.

Poco sospechaba que el responsable de la canción, era un joven indígena de nombre Gabriel García, quien se había enamorado de Beatriz al cruzarse con ella en la misa de domingo. La joven solía subir hasta el mirador para escuchar la serenata, correspondiendo con toda su alma a los sentimientos de aquel muchacho humilde.

Cierta noche, Don Diego decidió retirarse a dormir más tarde y siguió a su sobrina. El hombre estalló en cólera a descubrir a Gabriel y percatarse de las intenciones que tenía con la jovencita.

—¡Indio malnacido y cobarde! ¡Largo de mi casa si no quieres que te eche a la fuerza! ¡Y no se te ocurra volver a ver a Beatriz!

Gabriel, insultado por sus crueles palabras, desenvainó su espada y lo retó a pelear. Don Diego, indignado por su insolencia, no osó rechazar el duelo.

En su afán de herir el indio, se lanzó contra él con furia, incrustándose en el pecho la espalda de Gabriel y quedando inerte en el piso. El joven se horrorizó al darse cuenta de que lo había matado. No vio cuando uno de los sirvientes del hacendado salió de la casa para clavarle un puñal por la espalda.

En lo alto del mirador acristalado, Beatriz, al ver los cuerpos de su amado y de su tío asesinados, perdió la consciencia. Su cuerpo cayó atravesando el cristal y se estrelló contra el pavimento, muriendo al instante.

Al día siguiente se marcaron tres cruces de cal en el lugar en el que habían estado los cadáveres. Esto ocurrió un 2 de Noviembre de 1763 y es por eso que a la presente calle, se le llama «La Calle de las tres Cruces». De vez en cuando, cuentan, se puede ver a los fantasmas de los fallecidos y como la fatídica escena de sus muertes se repite desde la mansión.

La plazuela de Zamora

Leyendas de terror de Zacatecas 3

Corría el año de 1696 cuando Don Pedro de Quijano, un acaudalado hombre de Zacatecas, recibió de su hija una noticia que consideró como traición. La joven y bella María Leonor había decidido no casarse con Don Juan Antonio de Ponce y Ponce, un rico minero que poseía la hacienda de San José. Don Pedro contaba con ese enlace matrimonial para salvar su negocio y además, pagar la hipoteca de su casona, la única propiedad que le quedaba tras quedar en la ruina.

—Prefiero morirme o entrar a un convento, que ser la esposa de ese hombre —le había dicho María Leonor con orgullo.

Ella tenía sus razones para negarse a ese matrimonio. Amaba profundamente a José Manuel Zamora, el joven ahijado de Dońa Catalina de Sandoval. Esta mujer, rica y bondadosa, había sido la mejor amiga de la difunta madre de María Leonor y pensaba heredar todos sus bienes a José Manuel, consciente del gran amor que compartía con la muchacha.

Pero Don Pedro, cegado por la ambición, no permitiría que se truncaran sus planes.

Buscó a una mulata que practicaba las malas artes y le ordenó que investigara a su hija. No había transcurrido ni una semana, cuando la bruja le informó todo lo que estaba ocurriendo con su María Leonor y José Manuel. La muchacha tenía la costumbre de ir a escuchar misa en el Convento de la Merced, en compañía de una de sus criadas. Allí, se encontraba con su amado en la pila del agua bendita y le dedicaba una dulce sonrisa. Luego él la seguía hasta su casa y se despedía de ella con una respetuosa reverencia hasta que llegaba la noche. Era entonces cuando el galán se acercaba a la ventana de su novia y le ofrecía hermosas serenatas.

Don Pedro, furioso, urdió un plan para separar a los jóvenes amantes.

Habían empezado a circular rumores de que alguien quería derrocar a Don Juan de León Valdez, alcalde de Zacatecas. Aprovechándose de las habladurías, Don Pedro se presentó ante él, informándole que un hombre estaba rondando su casa con la intención de matarlo.

—Ese malnacido sabe lo fiel que soy a su gobierno y quiere castigarme por mi lealtad. Si lo arrestan en el momento justo, estoy seguro de que encontraran documentos que comprueben su culpabilidad.

—Así será, mi buen amigo —le dijo Don Juan—, le agradezco por la información.

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Usando a la mulata de nuevo, Don Pedro hizo que le entregara una carta a José Manuel justo antes de que acudiera a ver a su hija. En ella, había escrito los pormenores de un supuesto plan para eliminar de Don Juan de León de la alcaldía. Antes de enviar a la bruja, Don Pedro le advirtió que no debía decirle al muchacho quien se la enviaba.

José Manuel recibió el mensaje y lo guardó en su bolsillo sin abrirlo, acercándose a la ventana de María Leonor. Pero antes de que pudieran verse, los guardias del gobernador llegaron para arrestarlo.

La pobre chica, al ver como se lo llevaban, corrió con su padre para pedirle que lo ayudara. Sin embargo, la respuesta de Don Pedro fue inclemente:

—Dios castiga a quienes desobedecen las leyes.

Al día siguiente se llevó a cabo la ejecución de José Manuel en la plazuela. Estaba pálido y demacrado, pues lo habían torturado por horas. Pensó por última vez en su amada y sucumbió ante el verdugo.

María Leonor se metió en un convento de monjas. No pudo olvidar a su novia hasta el día de su muerte. Y ahora, en lo que es la Plazuela de Zamora, se cuenta que de vez en cuando aparece el fantasma de un joven apuesto y triste.

La calle de los perros

Leyendas de terror de Zacatecas 4

Doña Nicolasa Rojas era conocida por los zacatecanos por ser una mujer tacaña y acumuladora. Vivía en una casa con una gran multitud de perros de diferentes tamaños. La propiedad se ubicaba justo detrás de la calle del ferrocarril, y era la más amplia y lujosa del barrio. Esta mujer se había ganado el odio de sus vecinos, no solo por el ruido y el hedor que se desprendían de su hogar, sino también por su desempeño como prestamista.

En su ambición, se aprovechaba de quienes pasaban por un momento de necesidad para prestarles dinero, a cambio de dejarle como prenda sus más valiosas posesiones. Cuando a los pobres se les agotaba el plazo para pagar, sin ningún remordimiento ponía a la venta esos objetos, que habían esperado recuperar algún día. La mayoría de sus mercancías sin embargo, eran alhajas y cosas robadas.

Todos en la calle la apodaban «cajón de riales», por la descarada respuesta que daba cada vez que alguien le pedía explicaciones sobre la fortuna que estaba amasando.

—Es solo un calorcito riales, para dar de comer a mis animalitos.

Nadie habría osado robarle nunca, debido a los feroces perros con los que vivía. Cada día, un empleado del rastro acudía llevando una gran cantidad de carne fresca, que los canes devoraban con saña.

Se dice que un día, una caravana de gitanos llegó a la ciudad con su espectáculo ambulante. Doña Nicolasa, que nunca salía a ninguna parte, de pronto comenzó a asistir a todas las funciones.

Al termino de cada show, el jefe, un hombre negro e intimidante, la acompañaba de vuelta a casa. La noche de la última función, la prestamista los invitó a cenar en su casa. A la mañana siguiente, el santuario de nuestra Seńora del Patrocinio, ubicado sobre el cerro de la Bufa, amaneció asaltado. Tanto las joyas como las vestiduras de la virgen del Patrocinio habían sido robadas.

Escandalizada, la gente denunció a los gitanos, que se habían marchado esa misma mañana.

Mientras tanto, el rastro municipal cambió de empleados y estos, sin saber del encargo de Doña Nicolasa para sus animales, dejaron de llevarle carne. Apenas oscureció, sus vecinos se vieron atormentados por una serie de aullidos infernales y llamaron a la policía para detener aquel escándalo. Cual fue la sorpresa de las autoridades al encontrarse con una escena espantosa: los perros estaban devorando el cuerpo sin vida de Doña Cajón y más allá, en un armario bajo llave, yacían guardados los tesoros del santuario del Patrocinio.

A partir de entonces, aquella calle fue conocida como «La Calle de los Perros».

Una confesión de ultratumba

Leyendas de terror de Zacatecas 5

Martín Esqueda, sacerdote del Templo de Santo Domingo, acababa de irse a dormir cuando escuchó que alguien tocaba desesperadamente a la puerta. Asustado, se levanto a toda prisa y abrió para recibir a una mujer de aspecto humilde, vestida de negro y con un rebozo sobre los cabellos.

—Es un enfermo que tengo en casa padre, está muy grave y vine a suplicarme que me acompañarle para darle la ultima bendición —le explicó ella.

Rápidamente, Martín se vistió y fue con ella a recorrer las callejuelas oscuras del centro, pasando por la Antigua Plaza de Toros y llegando hasta un cuartito miserable, en donde un hombre con aspecto de desahuciado, le esperaba tendido en un catre. El enfermo lo llamó.

—Aquí estoy, hijo mío.

—Padre, por favor, antes de morirme, necesito confesarme.

—Te escucho hijo mío, cuéntame tus pecados.

El moribundo procedió a confesar su arrepentimiento por una larga lista de acciones reprochables, entre lágrimas y sollozos. Martín se sentó a su lado, quitándose la estola que llevaba sobre su túnica y colgándola en una percha de la pared. Consoló al enfermo con paciencia y finalmente, le otorgó la absolución. Tras despedirse de él y de su esposa, regresó a la parroquia.

Al día siguiente descubrió que se había olvidado de la estola y envió a un monaguillo a buscarla. No obstante, el muchacho volvió un rato después, afirmando que nadie le había abierto la puerta. Extrañado, el sacerdote volvió a mandar a un sacristán, quien tardó una hora en regresar con la misma excusa.

Ya bastante extrañado, Martín decidió ir a buscarla en persona. Pero al llegar a la humilde vivienda, nadie la abrió. Lo cierto es que el lugar parecía abandonado.

De inmediato fue a buscar al dueño del habitáculo, para preguntarle por la pareja que vivía allí.

—Debe estar confundiéndose padre, allí no ha vivido nadie en años.

—Le juro que anoche a confesar aquí a un enfermo.

—Le aseguro que no —le dijo él—, pero si quiere salimos de dudas y le muestro.

El hombre sacó una llave para abrir la puerta, (la misma que había usado la mujer la noche anterior) y entraron. La habitación estaba llena de polvo y muebles sin usar. Había telarañas por todas partes, era obvio que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí.

Sin embargo, Martín se puso pálido al mirar una percha en el muro y descubrir que su estola seguía colgada.

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Acerca del autor

Ian Luciano

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