Cuando era pequeño, mi abuela me habló sobre los duendes. No esas criaturas pequeñas y generalmente amistosas que vemos en los cuentos y películas, sino los duendes reales. Ella dice que estas criaturas son las almas de los niños muertos, que no fueron bautizados antes de nacer. Tienen ojos grandes y muy brillantes, que no parecen de este mundo y sus pies están al revés. De esta manera, pueden engañar a las personas cuando les hacen creer que caminan en cierta dirección, y en realidad se están dirigiendo al lado contrario.
Otra característica inconfundible de los duendes es que, a simple vista, tienen rostros angelicales y hermosos. Solo cuando los miras más de cerca revelan su verdadera naturaleza, transformando sus rasgos en los de un demonio.
—Cuando un niño muere sin haber recibido el bautismo, su alma queda atrapada en un cuerpo diferente —me dijo mi abuela—. Se convierten en duendes y se dedican a robar a otros niños para llevarlos a lo más profundo del bosque. Nadie sabe que hacen con ellos. Pero usan todo lo que esté a su alcance para lograr secuestrarlos: juguetes, dulces, canciones. Por eso debes tener mucho cuidado, mi niño y no alejarte demasiado cuando salgas de casa.
Aquí es donde comienza la parte escalofriante de esta pequeña historia. Yo tenía seis años cuando ocurrió. Estaba jugando en el jardín de mi casa, después de conversar con la abuela. Ella preparaba el almuerzo y de vez en cuando, me veía por la ventana.
De pronto, alguien llamó mi atención susurrando mi nombre. Alcé la mirada y lo vi.
Allí, entre los arbustos, un pequeñín me miraba con interés. Tenía un rostro pálido y muy dulce, aunque había algo extraño en sus ojos, negros y demasiado grandes.
—¿Quieres venir a jugar conmigo?
—¿Quién eres?
El chiquillo sonrió de una manera que me dio escalofríos. Algo no andaba bien ahí, pero yo no sabía lo que era, a ciencia cierta…
—Si me acompañas podemos comer dulces, tengo juguetes nuevos que te van a gustar.
Por alguna extraña razón, aunque desconfiaba, no pude evitar ponerme de pie y comenzar a andar hacia él. Además, la propuesta sonaba tentadora. Pero mi intuición no dejaba de advertirme que estaba en peligro…
Miré hacia abajo y lo descubrí. Este niño estaba usando los zapatos al revés, pues sus pies estaban volteados. Un escalofrío me recorrió la espalda y me quedé paralizado. Cuando levanté los ojos, el duende seguía sonriendo pero ya no era bello. Su rostro se había convertido en el de una bestia, con la piel arrugada y una expresión grotesca y burlona, que concentraba la más pura maldad.
Grité, como nunca había gritado en mi vida. Mi abuela salió de inmediato a verme. El duende se había marchado cuando ella llegó. Yo no pude dejar de lloriquear en toda la tarde.
Mis padres no me creyeron cuando les conté lo que había visto en el jardín. Ni ellos, ni nadie.
Solo mi abuela lo hizo y pude ver en sus ojos, el mismo miedo que sentía yo.
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