Mis amigos suelen decirme que soy una persona muy sugestionable. Supongo que tienen razón, no puedo leer un libro de terror o ver una película de miedo, sin volverme un completo paranoico o pensar que todo lo que sale allí, puede ser real. Lo cual es irónico, porque me encantan esas cosas. Llámame masoquista, pero siempre he pensado que no hay nada como una buena historia sangrienta.
Aun así esta ese problema: el de la sugestión. Desde el incidente que me ocurrió el jueves pasado, mis amistades no dejan de repetirme que debería dejar de tomarme esos cuentos de terror tan a pecho.
Aquel día por la mañana, me encontraba en medio de una fascinante y terrorífica novela de matanzas. Tanto así, que me sugestioné y comencé a creer que en mi cocina estaba un asesino escondido, esperándome agazapado tras la puerta para hundirme un filoso puñal en el pecho, no bien hubiera pasado el umbral. Oculto entre el espacio entre la estantería de la despensa y la parte que no podías ver atrás de la entrada. Algo que desde luego, era completamente imposible.
Yo estaba sentado frente a la puerta cerrada de la cocina, para la cual no existía ningún otro acceso. Si alguien hubiera entrado allí, por fuerza le tendría que haber visto y sí, no me había movido de mi lugar en todo ese tiempo. Pero ya sabes como es esto, yo estaba convencido de que el maldito estaba ahí.
Una angustiante sensación se apoderó de mí, pues ya casi era hora de almorzar y tendría que entrar en la cocina forzosamente.
En aquel instante alguien tocó el timbre. Era el cartero.
—Entré —le grité—, está sin llave.
El hombre ingresó en mi casa con un par de cartas, las habituales en la correspondencia. Cuentas por pagar y alguna insulsa promoción de las cadenas de comida rápida. Respiré, aliviado de no encontrarme solo.
—Se me ha dormido la pierna —le dije—, ¿no le molestaría ir a la cocina y traerme un vaso con agua?
—Seguro, joven —me respondió amablemente.
Se dirigió a la cocina y la puerta se cerró tras él. Entonces lo oí: el grito desgarrador que soltó y el estruendo de vasos y platos cayendo al suelo, como si algo le causara un enorme dolor y él tratara de aferrarse a las estanterías. Llenó de asombro, me levanté de la silla y corría hasta la estancia, diciéndome a mí mismo que tenía que ser valiente.
El cuerpo del cartero yacía sobre el desayunador, con un puñal en la espalda y un río de sangre que manaba de la herida. Sus ojos vidriosos y expresión aterrada denotaban que lo habían tomado por sorpresa. Estaba muerto. Pero cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que estaba solo.
Por primera vez en toda la mañana, me sentí realmente tranquilo. Por fin comprobaba que efectivamente, no había ningún asesino acechándome en mi propia casa.
Una vez más como decían mis amigos, todo se trataba de mera sugestión.
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