Cuando el doctor me dijo que no había nada que pudiera hacer para ayudarme, creí estar oyendo las palabras de un loco. Puede que las ojeras debajo de mis orbes le den la razón, que el tono deslúcido de mi piel y los temblores que me asaltan de vez en cuando, sugieran el estado de un paciente desahuciado. Pero todavía puedo tenerme en pie y es preciso que lo diga, me siento bien.
Como en un agradable sueño. Veo como el pelo sigue cayendo sin control y los huesos que cada vez son más visibles a través de mi cuerpo, pero ya no siento dolor. Ya no siento nada en absoluto.
Sin embargo, hoy ha pasado algo curioso mientras tomaba un baño, bajo el chorro frío de la regadera.
Una mosca ha venido a posarse en mi brazo, irresistiblemente atraída por el correr escaso de la sangre que de algún modo, continúa circulando por mis venas. No le importó la humedad de mi piel, ni tampoco los insistentes manazos que di para ahuyentarla.
Se quedó allí, mirándome, con esos ojos imperceptibles a mi vista pero podría jurar, llenos de entendimiento. Como si esperara.
Me recorrió un escalofrío.
La retiré pues, barriéndola con la mano; el tacto desagradable de su diminuto y sucio cuerpecillo cubierto de microscópicos vellos, contra mis dedos mojados. Me sequé insistentemente con la toalla, hasta borrar el más mínimo rastro de humedad y de aquella cosa repugnante.
Me vestí e intenté comer un par de tostadas con mantequilla, pero hace días que no tengo hambre. El médico dice que a estas alturas, podría morir de inanición.
Las horas pasan lentas y distantes.
Cuando desperté de mi siesta las vi. Ahora eran dos moscas, que escarbaban insistentemente en mi piel, como en la carroña de un cuerpo corrupto. El solo pensamiento me horrorizó y me hizo sentir un espasmo de pies a cabeza.
Las ahuyenté y revolotearon sobresaltadas por toda la habitación. El brazo me picaba.
¡Aún no estoy muerto, maldición!
Lo cierto es que minutos después, un aroma sutil y desagradable consiguió abrirse paso hasta mis fosas nasales. El olor de algo pudriéndose.
Intenté buscar la fuente de aquel vano perfume en cada rincón de mi habitación, por todas las estancias de la casa. No lo encontré. La basura estaba afuera y tanto mi nevera como la alacena tenían escasísimos suministros.
Pero el olor persistía.
Luego comprendí. Acerqué la nariz a mi antebrazo y aspiré, percibiendo, no sé muy bien cómo, la sensación de la carne pudriéndose bajo la capa superficial de la piel. Me estoy muriendo en vida.
Otra mosca vino a posarse cerca, observando, como si acechara. Apagué las luces y me fui a dormir.
No sé cuantas horas lo hice pero cuando desperté, el aroma se había intensificado. Y el techo, por Dios, el techo… estaba infestado de moscas. Moscas por centenares, emitiendo un zumbido horroroso y agitando sus alas sobre mi cabeza, siempre vigilantes.
Me están mirando.
Hoy sé, que voy a morir.
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