Lucía era una niña muy hermosa, que tenía el pelo negro igual que el ébano y una mirada cristalina, como las aguas del arroyo del bosque. Lo más valioso era su noble corazón, pues nunca dudaba en ayudar a quienes más lo necesitaban. A menudo llevaba dulces y comida a los niños de la calle, ayudaba a los ancianos y plantaba flores para llenar de alegría a las personas de su pueblo.
Un día, se encontraba paseando por el bosque, cuando algo brillante en el suelo captó su atención. Era una nuez enorme y brillante como el sol, que lanzaba destellos que iluminaban el claro completo.
Al tomarla entre sus manos comprobó que se trataba de un fruto hecho de oro puro. ¡Cuan rica sería la persona que lo tuviera!
En ese momento, una vocecita la llamó desde abajo.
—¡Oye, tú! ¡Devuélveme la nuez que acabas de recoger, porque es mía!
Lucía miró hacia el césped y vio a un duendecillo que la miraba con el ceño fruncido. Era un hombrecillo de muy corta estatura, con una larga barba gris que arrastraba al caminar y que vestía con brillantes ropas de color verde esmeralda. Tenía en sus diminutos pies un par de zancos rojos.
—¡Regrésame mi nuez! —volvió a decir, de mala manera.
—Solo te la devolveré si me dices cuantos pliegues tiene —le dijo Lucía— Si no aciertas, me la voy a llevar y la voy a vender. Con ese dinero, compraré ropa y comida para los niños pobres.
El duendecillo, muy indignado, le respondió.
—Tiene mil y un pliegues.
Lucía tuvo que contar uno por uno los pliegues de la nuez y el corazón se le oprimió, cuando comprobó que el duende había dicho la verdad. Muy afligida por no poder ayudar a los pequeños necesitados, se la tendió como había prometido.
Pero la mirada del hombrecillo se ablandó al ver su tristeza y darse cuenta de que no era una muchacha codiciosa, sino que realmente quería ayudar a los demás.
—Está bien, puedes quedártela —le dijo—, ve a ayudar a esos niños. No hay nada más valioso que un corazón de oro como el tuyo.
—¿De verdad, señor duende?
—Sí, pensaba que solo querías robarme pero esa gente la necesita más que yo. Ve antes de que me arrepienta.
Muy contenta, Lucía regresó a su pueblo donde obtuvo una gran fortuna, vendiendo la nuez. Con ese dinero compró víveres, ropa y juguetes para los niños que no tenían familia, y el resto lo repartió entre la gente pobre. Todos se admiraron con su gesto tan desinteresado.
Desde ese entonces, los aldeanos comenzaron a referirse a ella como «Nuez de Oro», en honor a todo el bien que le había hecho al pueblo.
Así fue incluso después de que Lucía creció para convertirse en una bella mujer, y cuando envejeció para ser una dulce ancianita. Su belleza se marchitó pero su corazón seguía siendo tan puro como antaño. Y nunca perdió el cariño de quienes más la apreciaban.
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