A lo largo de mis años como médico, me ha tocado ver demasiadas cosas. Gente en situaciones desesperadas, enfermedades en etapa terminal, horribles accidentes causados por la negligencia o la irresponsabilidad, y personas que llegan provenientes de riñas callejeras o entre pandillas, horriblemente heridos…
Tarde o temprano el oficio termina endureciéndolo a uno, o eso es lo que me gustaba pensar.
Eso es lo que me confortaba pensar hasta aquella horrible noche, en la cual me llamaron con premura desde la sala de emergencias para atender a un hombre que no solo había sufrido quemaduras gravísimas, sino que debido a su estado, desvariaba.
Corrí hasta allí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, a pesar de que se suponía, había llegado la hora de marcharme a casa. Nada más entrar sentí que se me cortaba el aliento.
Todos mis años de experiencia como médico no me habían preparado para ver algo como la escena que tenía enfrente.
Había un hombre en la camilla con la piel completamente oscura y carbonizada. Heridas supurantes sobresalían en medio de los pliegues de su dermis, exudando sangre y pus. Lo peor era la expresión en su rostro, enloquecida y llena de pánico.
Dos enfermeros debían sujetarlo para impedir que escapara o se hiciera más daño, ya que no dejaba de revolverse. Habían tenido que recurrir a los muchachos más fuertes del personal.
—¡Déjenme ir, maldita sea! —gritó el desconocido— ¡Va a volver a por mí! ¡No puedo estar aquí!
Internamente, me pregunté con horror si aquello habría sido ocasionado por una agresión premeditada.
—Doctor —me llamó uno de los enfermeros—, el paciente continúa brindándonos datos falsos sobre su persona. Posiblemente tenga un shock por el trauma que acaba de recibir. Piensa que está muerto.
—Fecha de nacimiento: 2 de agosto de 1972 —bramó el hombre—, fecha de defunción: 8 de noviembre del 2010. ¡Déjenme ir!
Esto no era nuevo. Ya antes había escuchado a muchas personas hablar incoherencias después de sedadas, debido al dolor que sufrían, a lo traumáticas que resultaban algunas experiencias para ellas. Aun así había algo en este desconocido, algo que con solo mirarlo y escuchar sus palabras, hizo que se me erizaran todos los vellos del cuerpo y tuviera un mal presentimiento.
Algo definitivamente no estaba bien.
Traté de sobreponerme de mi impresión inicial y me acerqué a él para examinarlo. La carne quemada de su cuerpo parecía surreal. Los escalofríos volvieron a mí.
Escaneé la gravedad de las quemaduras y mientras más las miraba, más incrementaba esa sensación extracorporal que me había acuciado desde el principio del examen. Como si me encontrara ante algo que no era de este mundo.
Levanté la vista del escáner con los ojos desorbitados, el corazón latiéndome abrumado y me escuché preguntándole:
—¿Qué eres?
El hombre cesó de gritar y de revolverse contra mis enfermeros. Lentamente recobró la serenidad, giró la cabeza hacia mí y me miró con fijeza, antes de responder…
—Me llamo Daniel Ray Jones —dijo— y soy la primera persona que escapó del infierno.
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