En un pueblo muy lejano de la India, había un aguador que todos los días se levantaba muy temprano para acudir al río por agua. Siempre llevaba con él dos vasijas de barro del mismo tamaño para transportar el líquido, unidas entre sí por un palo que cargaba sobre sus hombros.
Una de las vasijas era perfecta, no había una rotura en su superficie y era tan resistente, que siempre había podido transportar varios litros de agua sin romperse.
La otra en cambio, ya estaba deteriorada, tenía varias grietas y por lo tanto, siempre andaba regando la mitad del agua por el camino, llegando medio vacía a su destino. Esto la hacía sentirse muy avergonzada, en especial al mirar a su compañera, que no parecía cometer errores.
—Qué inútil soy —solía decir—, ya no valgo para nada. Más valdría que me rompiera de una vez por todas, a seguir soportando tanta vergüenza.
Así pues, pasaron dos largos años y la pobre vasija se sentía cada vez más miserable, por no poder hacer por completo el trabajo que le correspondía. Lo más extraño era que el aguador, un hombre muy paciente y sereno, jamás se mostraba disgustado por esto. Era como si no se diera cuenta de lo que sucedía.
Un día, cansada de su situación, la vasija le habló para pedirle disculpas.
—Debo pedirte perdón por todo este tiempo —le dijo, muy apenada.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó el aguador.
—Estoy muy vieja y muy rota, siempre termino derramando toda el agua que tanto trabajo te cuesta recoger, no sé como no me has quebrado —le dijo ella—, yo lo haría si estuviera en tu lugar. Para colmo, por mi culpa siempre obtienes solo la mitad de dinero que deberías, pues sé que este es tu único trabajo. Lo siento mucho.
El aguador sonrió para su sorpresa.
—Cuando vayamos de regreso a casa, quiero que hagas algo: fíjate en todas las flores tan bonitas que hay en el camino.
Muy confundida, la vasija le hizo caso y mientras iban de vuelta a casa, se dio cuenta de que había varias flores coloridas en el sendero. Nunca antes las había notado con tanta atención. Y las estaba salpicando con el agua que escapaba de sus grietas, ¡que vergüenza!
—¿Te fijaste en las flores? —le preguntó el aguador al llegar.
—Sí, son muy lindas.
—¿Y ya te diste cuenta de que solo crecían en tu lado del camino?
—No… ahora que lo dices, tienes razón.
—Yo siempre he sabido de tus grietas —le confesó el aguador—, la razón de que no te rompiera y te cambiara, fue porque decidí mirar el lado bueno de tu imperfección. Yo mismo sembré semillas en esa parte del sendero y tú, con tus aberturas, te encargaste de regarlas por mí. Gracias a ti he podido recoger las más hermosas flores y darle belleza a un lugar que antes era estéril. Si no fueras como eres, esto sería imposible. Todos tenemos grietas, pero también la posibilidad de sacar algo bueno de ellas.
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