Cuentan que hace mucho tiempo, hubo una joven indígena llamada Tzintzin que habitaba en la Sierra Tarasca. Ella era sumamente hermosa, con una piel besada por el sol, cabellos sedosos y negros como el ébano y unos ojos profundos y enormes.
Todos los hombres en los alrededores habían hecho hasta lo imposible por conquistar su corazón, pero era bien sabido que ella albergaba sentimientos por Quanicoti, un muchacho que era cazador.
Cada día cuando sus padres le encargaban traer agua de un arroyo cercano, Tzintzin tomaba la vasija y acudía a llenarla en el cauce del río. En el camino siempre se encontraba con Quanicoti y ambos enamorados hablaban largo y tendido; muchas veces por más tiempo del que era prudente, de modo que la chica llegaba muy tarde a casa y sus mayores se enojaban.
A pesar de todo, los encuentros con Quanicoti eran lo único que esperaba con ansia cada día. Soñaban con el día en que por fin podrían casarse para formar su familia propia.
Un día, Tzintzin agarró su cántaro y acudió al río como de costumbre.
Antes de llegar se encontró con su amado que cazaba en los alrededores y los dos se pusieron a hablar con gran cariño, hasta que el sol estuvo a punto de ponerse.
Dándose cuenta de como había pasado el tiempo, Tzintzin experimentó una gran angustia. Había desperdiciado el día y no le daría tiempo de llegar hasta el arroyo y volver a su casa a tiempo. Si sus padres se enteraban de lo que había pasado, no tenía duda de que esta vez la castigarían duramente; tal vez hasta le prohibieran seguir viendo a Quanicoti.
Desesperada, elevó sus súplicas al Sol para que le ayudara a llenar de agua su vasija, antes de ocultarse por completo.
En ese instante, un precioso colibrí salió de en medio de una flor y se puso a aletear frente a ella. Al verlo, Tzintzin tuvo de pronto la certeza de que se trataba de una señal.
Con cada aleteo, las alas del pajarillo despedían gotas de agua cristalina y la muchacha lo siguió entonces hasta un rincón oculto entre unos helechos. Allí, sus ojos se maravillaron con la visión de un estanque de aguas tan abundantes y frescas, que su cántaro quedo lleno en cuestión de segundos.
Tzintzin volvió a su casa y sus padres se quedaron asombrados al ver el jarrón. Nunca antes su hija había conseguido llenarlo por completo. Además, el agua era la más pura que habían visto.
Cuando le preguntaron de donde la había sacado, la muchacha los llevó hasta el manantial y pronto, el secreto se esparció por el pueblo.
Los habitantes de la Sierra Tarasca comenzaron a acudir hasta el estanque cuyas aguas nunca se secaban, y desde ese entonces, se convirtió también en un lugar para que los enamorados se juraran amor eterno, en honor a Tzintzin y su amado Quanicoti.
Y el sol, en los cielos, era muy feliz con la alegría de las personas.
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