Mosaku y su aprendiz Minokichi viajaron a un bosque, a poca distancia de su aldea. Era una noche muy fría cuando se acercaban a su destino y vieron frente a ellos un río de agua heladas, que pronto desearon cruzar. Pero el barquero ya se había ido, dejando su bote al otro lado del río, y como el clima era demasiado incómodo para continuar, se alegraron de poder refugiarse en la pequeña cabaña del barquero.
Mosaku se durmió casi de inmediato. Minokichi, sin embargo, permaneció despierto durante mucho tiempo, escuchando el murmullo del viento y el silbido de la nieve que soplaba contra la puerta.
Finalmente se durmió, solo para ser despertado por una lluvia de nieve que le caía sobre la cara. Descubrió que la puerta se había abierto de golpe y que, de pie en la habitación, había una bella mujer vestida de un blanco deslumbrante. Por un momento se quedó allí, quieta. Luego se inclinó sobre Mosaku y sopló sobre su rostro, su aliento salió en forma de humo blanco. Después de permanecer inclinada sobre el anciano, por un minuto o dos, se volvió hacia Minokichi. Él intentó gritar, pues el aliento de esta mujer era como una ráfaga de viento helado.
Ella tenía la intención de congelarlo como lo había hecho con el viejo que lo acompañaba. No obstante, al percatarse de su juventud y belleza, decidió que le perdonaría la vida. Amenazando a Minokichi con matarlo al instante si se atrevía a mencionar a alguien lo que había visto, desapareció en la oscuridad.
Entonces Minokichi llamó a su amado maestro:
—¡Mosaku, Mosaku, despierta! ¡Algo terrible ha sucedido! —mas no hubo respuesta.
Tocó la mano de su maestro en la oscuridad y descubrió que era como un trozo de hielo. ¡Mosaku estaba muerto!
Durante el invierno siguiente, mientras Minokichi regresaba a casa, se encontró con una chica linda llamada Yuki. Ella le informó que iba al pueblo de Yedo, donde deseaba encontrar trabajo como sirvienta. Minokichi estaba encantado con la encantadora Yuki y quiso averiguar si estaba comprometida. Al enterarse que no lo estaba, la llevó a su propia casa y, a su debido tiempo, se casó con ella.
Yuki le dio a su esposo diez hijos inteligentes y hermosos, cuya piel era más blanca y bella que de los otros niños. Cuando la madre de Minokichi murió, sus últimas palabras fueron para alabar a Yuki, y sus elogios se repitieron en los labios de muchos de los campesinos de la región.
Una noche, mientras Yuki estaba cosiendo, con la luz de una lámpara de papel brillando en su rostro, Minokichi recordó la extraordinaria experiencia que había tenido en la cabaña del barquero.
—Yuki —dijo él—, me recuerdas tanto a una hermosa mujer blanca que vi cuando tenía dieciocho años. Ella mató a mi maestro con su aliento helado. Estoy seguro de que era un espíritu extraño, y sin embargo, esta noche ella se asemeja tanto a ti.
Yuki dejó caer su costura. Había una sonrisa horrible en su rostro cuando se inclinó hacia su esposo y gritó:
—¡Fui yo, Yuki-Onna, quien acudió a ti en aquel momento y silenciosamente mató a tu amo! Oh, infiel, has roto tu promesa de mantener el asunto en secreto, y si no fuera por nuestros niños dormidos, ¡te mataría ahora mismo! Recuerda, si alguna vez haces algo que los haga infelices, los escucharé, lo sabré, ¡y en una noche de invierno vendré a matarte!
Entonces Yuki-Onna, la Dama de la Nieve, se transformó en una niebla blanca y, chillando y estremeciéndose, atravesó el agujero de humo para no volver nunca más.
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