Cuenta una vieja leyenda africana que hace mucho tiempo, en una tribu Yoruba de la selva, vivían dos hermanas llamadas Zimba y Flora. Ambas eran muy hermosas, tenían la piel de ébano, una figura grácil y un cabello abundante. Las dos vivían en una humilde morada con su madre y así como eran de parecidas por fuera, por dentro eran totalmente opuestas.
Flora era una joven obediente y agradable, que siempre se ofrecía para ayudar con las tareas de la casa y también a los demás. Todos en la aldea la apreciaban mucho, debido a su dulce carácter y su intachable virtud.
En cambio Zimba era todo lo opuesto. Egoísta y caprichosa, siempre andaba viendo la forma de aprovecharse de los otros y ni su madre, ni su hermana eran la excepción. Además, nunca obedecía a su progenitora y todo el tiempo estaba escapando para verse con chicos en las afueras.
Una noche calurosa, a Zimba se le ocurrió salir de casa para bañarse en el río, confiando en que su madre no se diera cuenta. Despertó sigilosamente a su hermana Flora para que la acompañara y aunque al principio ella no quiso, finalmente terminó cediendo. Siempre lo hacía cuando la quería engatusar de alguna manera. Las dos salieron en silencio de casa y llegaron hasta el río.
Zimba disfrutaba la sensación del agua fresca sobre su piel, cuando tomó el jabón y se lo extendió a su hermana.
—Toma, frótame la espalda —le ordenó.
Pero al ver que ella no tomaba el jabón, la joven miró por encima de su hombro y casi se muere del susto con lo que vio. Flora no estaba por ningún sitio. En su lugar, yacía un demonio negro con cara de cerdo, que emitió unos sonidos horribles al tiempo que tomaba el jabón para frotarla.
Zimba salió despavorida del agua y se echó a correr en medio de la selva. Las ramas de los árboles arañaban y herían su cuerpo desnudo, pero ella no se atrevió a detenerse ni a mirar atrás. Sentía que el monstruo le estaba pisando los talones. Finalmente, no vio el par de ramas que se interponían en su camino y estas se le clavaron cruelmente en los ojos, haciendo que se desmayara del dolor.
A la mañana siguiente, al no ver a Zimba por ninguna parte, Flora y su madre salieron a buscarla por toda la aldea y pidieron la ayuda de los demás miembros de la tribu para encontrarla. Buscaron todo el día hasta que finalmente, la encontraron inconsciente en un ramadal.
La gente llevó a Zimba a casa y su madre curó sus heridas, pero la muchacha no despertó en cinco días y cinco noches.
Cuando por fin pudo recobrar el conocimiento, se dio cuenta con amargura de que había quedado ciega. Sería ese el castigo con el que tendría que cargar para siempre, por ser tan mala y desagradecida con las personas que siempre la procuraron.
Zimba no volvió a salir nunca más de casa.
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