Era la tercera noche y no podía dormir, entraba a veces en estas rachas de insomnio que me dejaban en vela hasta los albores de la mañana. Apaleaba la desesperante espera del sueño escribiendo algunas notas acerca de mi trabajo o breves cuentos para mí. El escritorio en donde me situaba a confeccionar mis ideas estaba contiguo a una puerta de cristal que daba hacía el jardín trasero de la casa. En ese jardín, hacía ya 30 años exactamente, mi madre y yo habíamos sembrado un árbol de mango. Siempre fui curioso con las rocas desde pequeño, y recuerdo que le pedí a mi madre rodear la pequeña rama del árbol con rocas varias. La pequeña plantación creció y hoy en día lucía frondosa y enorme.
Como comenté al principio, no podía conciliar el sueño y el motivo en esta ocasión era por demás angustiante, pese a que mi cuerpo estaba exhausto, mi mente no paraba de pensar en Franca, había partido hacia el sur y volvería en una semana. No se había comunicado conmigo como había prometido hacerlo y eso me tenía en velo.
Me resultaba por demás tétrico permanecer en casa, pues nunca superé el dormir solo en ella. Sin embargo, no tenía a donde mas ir. Las sabanas aun olían a ella y eso era mitigante para abatir a la soledad.
Desperté creyendo oír su risa desmedida, un frío se coló entre mis sabanas y como reacción natural decidí levantarme para ir al baño, esto hizo que mi frágil sueño se hiciera polvo. No iba a poder descansar en toda la noche una vez más, por lo que salí del cuarto y me dirigí a la zona en donde tengo el escritorio. Prendí la lampara de mesa y esta hizo resaltar el brillo exagerado de un ágata musgosa que descansaba sobre una base de mármol en color negro. Un cuarzo fascinante que contiene óxido de hierro, manganeso y clorita que dan un color verde a sus inclusiones. No hay dos ágatas musgo iguales, por lo que la fascinación que tenía sobre ella era sin igual, había sido un regalo de Franca y la atesoraba con recelo. Me comentó que la había conseguido en uno de sus viajes al bosque de la entidad, la extrajo a escondidas de los cuidadores pues las historias alrededor de estas piedras son fascinantes. En su retorno prometió contarme acerca de ellas. Mientras tanto, se había vuelto fuente de inspiración para algunos de mis escritos por hobby.
Cuando de repente y como queriendo romper mi transe con el cuarzo, un ruido tintineante que provenía de afuera me sustrajo de mis pensamientos. Podía escuchar de forma taladrante esa pequeña sonaja que aún no lograba descifrar que era. Me quedé inmóvil siguiendo con el oído el curso de la campanilla, se acercaba sigiloso a la puerta de cristal y en un instante más conocería al autor de tan molesto sonido. Mi curiosidad no fue satisfecha pues antes de llegar a la puerta de cristal, el cascabeleo se detuvo.
Es extraño, pero en la madrugada pareciera que los sentidos se agudizan más, me quedé observando ese punto fijo en donde debería aparecer ese algo que hacía el bamboleante ruido. Mis oídos escucharon hasta las más lejanas estridulaciones de los grillos y comencé a sentir una brisa helada que provenía quien sabe de qué angosta abertura.
El sonido del teléfono rompió con violencia el suspenso generado, me levanté de mi asiento sin despegar la vista del punto mismo en el que esperaba que algo se asomara. Así llegué hasta el teléfono de pared que está a lado de la cocina, lo descolgué y descuidé mi guardia sobre la puerta de cristal. Del otro lado de la línea se escuchaba una fuerte interferencia, enseguida una voz seca preguntó por mi nombre. Deje caer el auricular cuando escuché la noticia que partiría mi corazón en innumerables pedazos. Franca había muerto en un accidente de carretera.
Solo los que han perdido a un ser sumamente cercano entenderán mi amargo dolor, el inenarrable sufrir y las infinitas lagrimas vertidas no serán jamás suficientes para explicar en una mínima parte la desesperante aflicción que sentí. Al cabo de unos días velamos su cuerpo en casa, no quise siquiera verle en el féretro pues siempre he sido de la idea de conservar el recuerdo de esa persona llena de vida, no la de un rostro momificado.
Estaba desparramado en una silla recibiendo palmadas y palabras de aliento de gente que jamás antes se había presentado en casa, de personas de las cuales solo nos une un apellido. Mi madre hubiera sido el consuelo necesario, pero se había adelantado también muchos años antes.
Desde mi asiento, podía ver hacía el patio trasero, la cortina estaba corrida y una gran ventana hacia juego con la puerta de cristal; el nieto de mi jefe (el dueño del Museo de Geología de la ciudad) estaba parado enfrente del árbol de mango, observando fijamente a un punto. La imagen me causó profunda curiosidad. Me levanté con cuidado, salí de la casa y me acerqué al infante. Este estaba como quien mira con atención algo que no comprende. Sin que yo preguntara siquiera, el niño soltó: – “Está escondido en el árbol”.
Comprenderán después de esto la paranoia infringida en mi mente, los días seguidos me acercaba al árbol con temor y un extraño respeto, su aspecto robusto y senil me daba escalofríos, si antes consumía del fruto de este, lo había dejado de hacer. Quité la cortina y dejé a la vista la enorme ventana pegada la puerta de cristal, pareciese que no hubiese un muro ahora. Podía ver hacía mi patio trasero casi sin ningún obstáculo. Coloqué un mueble enfrente de esa ventana y comencé a volverme un poco demente por lo extrañamente vivido.
Una de esas madrugadas en las que tenía el sueño sumamente frágil, el golpe seco de un mango maduro sobre la tierra me despertó. Después escuché una tímida risa, la cual me generó profundo espanto. Sentí como mi piel se erizaba, la risa no era parte del sueño esta vez. Me tapé con las sabanas y no me levanté sino hasta que la noche dio paso al día.
Me levanté telúricamente, y me acerqué a la puerta de cristal, el calor matutino y los primeros rayos de sol me llenaban de valentía para indagar en el mango. Abrí la puerta y esta respetó mis intentos por pasar desapercibido. Algo se movía en las ramas del árbol, me acerqué sin querer hacerlo. Empecé a temblar tanto que me tentaba a dar la media vuelta y correr. Para hacer mas intenso mi pavor, escuché el murmullo de un cascabeleo, el sonido que me devolvió al día de la muerte de Franca.
Me paré debajo del mango, levanté la mirada y por alguna extraña razón me aterré de ver algo familiar y cotidiano para mí. Era un gato enorme, mirándome fijamente con ojos ámbar y despreocupados.
Los días siguientes trate de dejar la paranoia que me dejó la muerte de Franca. Advertí que el vecino tenía un gato, y este era un vago irremediable, a veces le veía sobre la barda, otras sobre una rama del frondoso mango. Lo que si tenía claro era que quería tomarlo y quitarle ese odioso cascabel, pues recordar el ruido aún me daba escalofríos.
Seguía de descanso pues mi jefe me sugirió que podía trabajar desde casa en los siguientes días, aunque esto debo confesar no me generaba ningún alivio, la casa se me hacía más ancha e incómoda, no podía estar en un solo lugar.
Vívidas pesadillas me hacían despertar empapado de un sudor helado. La última vez que así sucedió, desperté en medio del horrido calor de julio, apenas y una suave brisa hacía sonar a los llamadores de ángeles. El metálico tintineo opacó al sonido del viejo cascabeleo de gato. Estaba en cama, pero podía escuchar como afuera sonaban los metales del adorno de viento y detrás de este, seguía el cascabeleo.
Me quedé inmóvil con los dedos de mis manos cruzados sobre la boca del estómago, mirando hacía el opaco techo. Escuchaba como se movía el sonido de un lado a otro, pensé en levantarme y pillar al desgraciado minino, pero confieso que este me daba cierto temor, su mirada penetrante tenía un efecto hipnótico en mí.
Sin embargo, las ganas de orinar me obligaron a levantarme. De no haber sido por esa situación ni siquiera hubiera contemplado el pararme. Cuando avancé por la oscuridad de los pasillos de mi casa escuché una vez más el odioso cascabeleo. A diferencia de otras veces, el sonido esta vez tintineaba adentro, en la sala para ser más precisos.
Me quedé inmóvil por un instante. El ruido sonaba cada vez con más fuerza, el campaneo se acercaba a mí con rapidez, pareciera que buscaba con desespero mis pies. Cuando logré reaccionar, a tientas localicé el apagador para alumbrar al peludo demonio, esperando que la luz lo ahuyentara. Después del sonido de encendido del interruptor, el irritante sonsonete cesó. La luz del pasillo iluminó gran parte de la sala también; no había nada. Solo podía ver mi escritorio a lo lejos, así como al verduzco cuarzo sobre este. Pero pude notar con asombro y extrañeza que el cuello de la lampara de mesa, estaba doblado, colocado en una posición de la cual estaba seguro jamás dejé. Pero del gato, ni siquiera rastro o pelo delator.
Sin poder dormir una vez más, en la mañana siguiente decidí hablar con mi vecino, quien sabía era dueño del gato vago de la zona, un gordo gato persa llamado “Winkle”.
Su casa me resultaba desagradable, se había divorciado y ahora su hogar era un completo desastre. Desde el pasto del jardín crecido hasta el pestilente olor a croquetas de gato cuando abrió la puerta, eran señas inequívocas de lo desgraciada que era la vida de este hombre.
Sin saber que decir cuando lo tuve enfrente, los dos nos quedamos en ese incomodo momento silencioso hasta que aclaré mi garganta y comencé la conversación.
-Su gato.
– ¿Qué tiene?
-Ha estado visitando mi hogar.
-Está en todo el vecindario, es un gato.
-Solo que el suyo, se metió en mi casa anoche y trepó hasta mi escritorio. Sino fuera por ese desagradable cascabel que hace sonar cada que husmea por mi hogar, no estaría tan disgustado.
-Winkle no trae ningún cascabel, es mas no tiene ni collar.
En ese momento llamó al robusto gato, que con paso pesado y dando maullidos para hacer de su entrada algo más que triunfal, comenzó a retallarse contra la pierna de su amo. Este se agachó y lo tomó para cargarlo.
-Winkles dejó de usar collar desde hace un año, usaba una campanita parecida a un cascabel, pero el veterinario nos pidió quitársela pues el sonido constante lastima y desorienta a los felinos… debe ser otro gato, pero no el señor Winkle.
Su respuesta me irritó demasiado, me dirigí a casa y me quedé sentado en el sofá que daba de frente a la gran ventana que dejaba ver el mango. Dejé que el día transcurriera, quería darle caza al gato, no me moví del lugar mas que para ir al baño o tomar agua.
El sonido del despreciable cascabeleo me despertó. No me di cuenta cuando el sueño me había vencido, me sentí como un tonto por no haber podido soportar la guardia. Hacía mucho frio que la piel se me erizó, pero no más al escuchar el sonajero que se paseaba por la sala. Sentí miedo pues algo dentro de mi sabia que eso no era un gato. Pese a que había esperado todo el día para darle caza al extraño visitante, ahora me sentía aterrado. Sali corriendo de la casa y me quede parado al pie del mango.
Toqué con mis manos la áspera textura del madero, me apoyé sobre él y me quedé mirando hacia adentro de la casa. El enorme cristal solo era una boca de lobo, no se podía ver mas que sombras en su interior. Forzaba mi vista para intentar dilucidar algo. En un momento pensé que por la tensión estaba apretando o empujando el tronco con mis manos, que era tanto mi nerviosismo que no medí mi fuerza, pues enseguida cayó con fuerza un mango que se despedazó al tocar el suelo, parte de su aguada pulpa cayó sobre mí. Pensé que escuchaba la risa chillona de Franca en mi cabeza y me dio escalofrió imaginar que ella estuviera viendo desde otro plano astral y se riera de mí.
Otro mango caía cerca de mis pies. Solo pude tratar de evitarlo, pero el colmo fue cuando uno de gran tamaño golpeó mi cabeza y me dejo aturdido. Me puse en cuclillas y llevé mi mano a la nuca. Cuando levanté la mirada por instinto, observé con horror lo que hoy me tiene dudando de todo lo que me habían contado, pues ya no se distinguir lo real de lo ficticio.
Sobre las ramas de los arboles habían sentados sobre ellas, un grupo de no mas de seis personas, pero no cualquier tipo de personas. Eran pequeñas, del tamaño de diminutos infantes, por un momento pensé que eran niños, pero al enfocar mi vista sobre el rostro de uno solo de ellos, reparé que sus facciones eran espantosas, no hacía falta ver el rostro de los demás, pues distinguía a la distancia cierta similitud en sus monstruosos rostros. Este miserable ser, el cual era el más cercano en relación a mí, tenía la piel cuarteada y agrietada. Sus ojos eran alargados y obscuros, parecían profundos y en el fondo de ellos rutilaba un brillo de maldad insana. Su boca eran una mueca sardónica adornada con aperladas hileras de finos colmillos, y su nariz era un gancho alargado que cubría solo la parte de enfrente de su boca. Eran rostros longevos y demenciales en pequeños cuerpos. Pero sus ropas daban la explicación a mi desquiciante trauma.
Vestían ropas típicas de un arlequín de principios de siglo, con colores obscuros y opacos. Todos ellos usaban una especia de gorro con una punta alargada que dejaba caer un cascabel amarillo. Uno de ellos advirtió en la especial atención que tuve sobre ese detalle, llevó su pequeña garra al extremo de su sombrero y comenzó a sacudir el cascabel. El sonido taladró mis tímpanos, los demás infernales seres imitaron a su compañero y la alocada sinfonía de horror terminó por hacerme perder la conciencia.
Cuando desperté, al día siguiente lo hice con fiero sobresalto. Miré con ojos incrédulos a la copa del mango, ahora solo había ramas. Los frutos que fueron arrojados sobre mí, seguían en el jardín. Observé que la puerta de cristal estaba abierta de par en par. Torpemente me levanté y me adentré en la casa. Comencé a escanear la zona, no quería toparme con estos seres de nuevo, pero debía asegurarme que todo estuviera en orden.
No tuve que buscar mucho para apreciar el desperfecto. Sobre mi escritorio, había un desastre. Hojas con mis escritos regadas y despedazadas. El cuello de la lampara estaba doblado hasta abajo, colgando del escritorio. La ausencia del objeto mas llamativo de la mesa me dejó atónito, pero lo que había en lugar de ello me estremeció aún más. Sobre la base del ágata musgo, se encontraban seis cascabeles color amarillo oro, que me hizo casi perder la razón, salir corriendo despavorido de casa y nunca más, volver a ella.
Era la tercera noche y no podía dormir, entraba a veces en estas rachas de insomnio que me dejaban en vela hasta los albores de la mañana. Apaleaba la desesperante espera del sueño escribiendo algunas notas acerca de mi trabajo o breves cuentos para mí. El escritorio en donde me situaba a confeccionar mis ideas estaba contiguo a una puerta de cristal que daba hacía el jardín trasero de la casa. En ese jardín, hacía ya 30 años exactamente, mi madre y yo habíamos sembrado un árbol de mango. Siempre fui curioso con las rocas desde pequeño, y recuerdo que le pedí a mi madre rodear la pequeña rama del árbol con rocas varias. La pequeña plantación creció y hoy en día lucía frondosa y enorme.
Como comenté al principio, no podía conciliar el sueño y el motivo en esta ocasión era por demás angustiante, pese a que mi cuerpo estaba exhausto, mi mente no paraba de pensar en Franca, había partido hacia el sur y volvería en una semana. No se había comunicado conmigo como había prometido hacerlo y eso me tenía en velo.
Me resultaba por demás tétrico permanecer en casa, pues nunca superé el dormir solo en ella. Sin embargo, no tenía a donde mas ir. Las sabanas aun olían a ella y eso era mitigante para abatir a la soledad.
Desperté creyendo oír su risa desmedida, un frío se coló entre mis sabanas y como reacción natural decidí levantarme para ir al baño, esto hizo que mi frágil sueño se hiciera polvo. No iba a poder descansar en toda la noche una vez más, por lo que salí del cuarto y me dirigí a la zona en donde tengo el escritorio. Prendí la lampara de mesa y esta hizo resaltar el brillo exagerado de un ágata musgosa que descansaba sobre una base de mármol en color negro. Un cuarzo fascinante que contiene óxido de hierro, manganeso y clorita que dan un color verde a sus inclusiones. No hay dos ágatas musgo iguales, por lo que la fascinación que tenía sobre ella era sin igual, había sido un regalo de Franca y la atesoraba con recelo. Me comentó que la había conseguido en uno de sus viajes al bosque de la entidad, la extrajo a escondidas de los cuidadores pues las historias alrededor de estas piedras son fascinantes. En su retorno prometió contarme acerca de ellas. Mientras tanto, se había vuelto fuente de inspiración para algunos de mis escritos por hobby.
Cuando de repente y como queriendo romper mi transe con el cuarzo, un ruido tintineante que provenía de afuera me sustrajo de mis pensamientos. Podía escuchar de forma taladrante esa pequeña sonaja que aún no lograba descifrar que era. Me quedé inmóvil siguiendo con el oído el curso de la campanilla, se acercaba sigiloso a la puerta de cristal y en un instante más conocería al autor de tan molesto sonido. Mi curiosidad no fue satisfecha pues antes de llegar a la puerta de cristal, el cascabeleo se detuvo.
Es extraño, pero en la madrugada pareciera que los sentidos se agudizan más, me quedé observando ese punto fijo en donde debería aparecer ese algo que hacía el bamboleante ruido. Mis oídos escucharon hasta las más lejanas estridulaciones de los grillos y comencé a sentir una brisa helada que provenía quien sabe de qué angosta abertura.
El sonido del teléfono rompió con violencia el suspenso generado, me levanté de mi asiento sin despegar la vista del punto mismo en el que esperaba que algo se asomara. Así llegué hasta el teléfono de pared que está a lado de la cocina, lo descolgué y descuidé mi guardia sobre la puerta de cristal. Del otro lado de la línea se escuchaba una fuerte interferencia, enseguida una voz seca preguntó por mi nombre. Deje caer el auricular cuando escuché la noticia que partiría mi corazón en innumerables pedazos. Franca había muerto en un accidente de carretera.
Solo los que han perdido a un ser sumamente cercano entenderán mi amargo dolor, el inenarrable sufrir y las infinitas lagrimas vertidas no serán jamás suficientes para explicar en una mínima parte la desesperante aflicción que sentí. Al cabo de unos días velamos su cuerpo en casa, no quise siquiera verle en el féretro pues siempre he sido de la idea de conservar el recuerdo de esa persona llena de vida, no la de un rostro momificado.
Estaba desparramado en una silla recibiendo palmadas y palabras de aliento de gente que jamás antes se había presentado en casa, de personas de las cuales solo nos une un apellido. Mi madre hubiera sido el consuelo necesario, pero se había adelantado también muchos años antes.
Desde mi asiento, podía ver hacía el patio trasero, la cortina estaba corrida y una gran ventana hacia juego con la puerta de cristal; el nieto de mi jefe (el dueño del Museo de Geología de la ciudad) estaba parado enfrente del árbol de mango, observando fijamente a un punto. La imagen me causó profunda curiosidad. Me levanté con cuidado, salí de la casa y me acerqué al infante. Este estaba como quien mira con atención algo que no comprende. Sin que yo preguntara siquiera, el niño soltó: – “Está escondido en el árbol”.
Comprenderán después de esto la paranoia infringida en mi mente, los días seguidos me acercaba al árbol con temor y un extraño respeto, su aspecto robusto y senil me daba escalofríos, si antes consumía del fruto de este, lo había dejado de hacer. Quité la cortina y dejé a la vista la enorme ventana pegada la puerta de cristal, pareciese que no hubiese un muro ahora. Podía ver hacía mi patio trasero casi sin ningún obstáculo. Coloqué un mueble enfrente de esa ventana y comencé a volverme un poco demente por lo extrañamente vivido.
Una de esas madrugadas en las que tenía el sueño sumamente frágil, el golpe seco de un mango maduro sobre la tierra me despertó. Después escuché una tímida risa, la cual me generó profundo espanto. Sentí como mi piel se erizaba, la risa no era parte del sueño esta vez. Me tapé con las sabanas y no me levanté sino hasta que la noche dio paso al día.
Me levanté telúricamente, y me acerqué a la puerta de cristal, el calor matutino y los primeros rayos de sol me llenaban de valentía para indagar en el mango. Abrí la puerta y esta respetó mis intentos por pasar desapercibido. Algo se movía en las ramas del árbol, me acerqué sin querer hacerlo. Empecé a temblar tanto que me tentaba a dar la media vuelta y correr. Para hacer mas intenso mi pavor, escuché el murmullo de un cascabeleo, el sonido que me devolvió al día de la muerte de Franca.
Me paré debajo del mango, levanté la mirada y por alguna extraña razón me aterré de ver algo familiar y cotidiano para mí. Era un gato enorme, mirándome fijamente con ojos ámbar y despreocupados.
Los días siguientes trate de dejar la paranoia que me dejó la muerte de Franca. Advertí que el vecino tenía un gato, y este era un vago irremediable, a veces le veía sobre la barda, otras sobre una rama del frondoso mango. Lo que si tenía claro era que quería tomarlo y quitarle ese odioso cascabel, pues recordar el ruido aún me daba escalofríos.
Seguía de descanso pues mi jefe me sugirió que podía trabajar desde casa en los siguientes días, aunque esto debo confesar no me generaba ningún alivio, la casa se me hacía más ancha e incómoda, no podía estar en un solo lugar.
Vívidas pesadillas me hacían despertar empapado de un sudor helado. La última vez que así sucedió, desperté en medio del horrido calor de julio, apenas y una suave brisa hacía sonar a los llamadores de ángeles. El metálico tintineo opacó al sonido del viejo cascabeleo de gato. Estaba en cama, pero podía escuchar como afuera sonaban los metales del adorno de viento y detrás de este, seguía el cascabeleo.
Me quedé inmóvil con los dedos de mis manos cruzados sobre la boca del estómago, mirando hacía el opaco techo. Escuchaba como se movía el sonido de un lado a otro, pensé en levantarme y pillar al desgraciado minino, pero confieso que este me daba cierto temor, su mirada penetrante tenía un efecto hipnótico en mí.
Sin embargo, las ganas de orinar me obligaron a levantarme. De no haber sido por esa situación ni siquiera hubiera contemplado el pararme. Cuando avancé por la oscuridad de los pasillos de mi casa escuché una vez más el odioso cascabeleo. A diferencia de otras veces, el sonido esta vez tintineaba adentro, en la sala para ser más precisos.
Me quedé inmóvil por un instante. El ruido sonaba cada vez con más fuerza, el campaneo se acercaba a mí con rapidez, pareciera que buscaba con desespero mis pies. Cuando logré reaccionar, a tientas localicé el apagador para alumbrar al peludo demonio, esperando que la luz lo ahuyentara. Después del sonido de encendido del interruptor, el irritante sonsonete cesó. La luz del pasillo iluminó gran parte de la sala también; no había nada. Solo podía ver mi escritorio a lo lejos, así como al verduzco cuarzo sobre este. Pero pude notar con asombro y extrañeza que el cuello de la lampara de mesa, estaba doblado, colocado en una posición de la cual estaba seguro jamás dejé. Pero del gato, ni siquiera rastro o pelo delator.
Sin poder dormir una vez más, en la mañana siguiente decidí hablar con mi vecino, quien sabía era dueño del gato vago de la zona, un gordo gato persa llamado “Winkle”.
Su casa me resultaba desagradable, se había divorciado y ahora su hogar era un completo desastre. Desde el pasto del jardín crecido hasta el pestilente olor a croquetas de gato cuando abrió la puerta, eran señas inequívocas de lo desgraciada que era la vida de este hombre.
Sin saber que decir cuando lo tuve enfrente, los dos nos quedamos en ese incomodo momento silencioso hasta que aclaré mi garganta y comencé la conversación.
-Su gato.
– ¿Qué tiene?
-Ha estado visitando mi hogar.
-Está en todo el vecindario, es un gato.
-Solo que el suyo, se metió en mi casa anoche y trepó hasta mi escritorio. Sino fuera por ese desagradable cascabel que hace sonar cada que husmea por mi hogar, no estaría tan disgustado.
-Winkle no trae ningún cascabel, es mas no tiene ni collar.
En ese momento llamó al robusto gato, que con paso pesado y dando maullidos para hacer de su entrada algo más que triunfal, comenzó a retallarse contra la pierna de su amo. Este se agachó y lo tomó para cargarlo.
-Winkles dejó de usar collar desde hace un año, usaba una campanita parecida a un cascabel, pero el veterinario nos pidió quitársela pues el sonido constante lastima y desorienta a los felinos… debe ser otro gato, pero no el señor Winkle.
Su respuesta me irritó demasiado, me dirigí a casa y me quedé sentado en el sofá que daba de frente a la gran ventana que dejaba ver el mango. Dejé que el día transcurriera, quería darle caza al gato, no me moví del lugar mas que para ir al baño o tomar agua.
El sonido del despreciable cascabeleo me despertó. No me di cuenta cuando el sueño me había vencido, me sentí como un tonto por no haber podido soportar la guardia. Hacía mucho frio que la piel se me erizó, pero no más al escuchar el sonajero que se paseaba por la sala. Sentí miedo pues algo dentro de mi sabia que eso no era un gato. Pese a que había esperado todo el día para darle caza al extraño visitante, ahora me sentía aterrado. Sali corriendo de la casa y me quede parado al pie del mango.
Toqué con mis manos la áspera textura del madero, me apoyé sobre él y me quedé mirando hacia adentro de la casa. El enorme cristal solo era una boca de lobo, no se podía ver mas que sombras en su interior. Forzaba mi vista para intentar dilucidar algo. En un momento pensé que por la tensión estaba apretando o empujando el tronco con mis manos, que era tanto mi nerviosismo que no medí mi fuerza, pues enseguida cayó con fuerza un mango que se despedazó al tocar el suelo, parte de su aguada pulpa cayó sobre mí. Pensé que escuchaba la risa chillona de Franca en mi cabeza y me dio escalofrió imaginar que ella estuviera viendo desde otro plano astral y se riera de mí.
Otro mango caía cerca de mis pies. Solo pude tratar de evitarlo, pero el colmo fue cuando uno de gran tamaño golpeó mi cabeza y me dejo aturdido. Me puse en cuclillas y llevé mi mano a la nuca. Cuando levanté la mirada por instinto, observé con horror lo que hoy me tiene dudando de todo lo que me habían contado, pues ya no se distinguir lo real de lo ficticio.
Sobre las ramas de los arboles habían sentados sobre ellas, un grupo de no mas de seis personas, pero no cualquier tipo de personas. Eran pequeñas, del tamaño de diminutos infantes, por un momento pensé que eran niños, pero al enfocar mi vista sobre el rostro de uno solo de ellos, reparé que sus facciones eran espantosas, no hacía falta ver el rostro de los demás, pues distinguía a la distancia cierta similitud en sus monstruosos rostros. Este miserable ser, el cual era el más cercano en relación a mí, tenía la piel cuarteada y agrietada. Sus ojos eran alargados y obscuros, parecían profundos y en el fondo de ellos rutilaba un brillo de maldad insana. Su boca eran una mueca sardónica adornada con aperladas hileras de finos colmillos, y su nariz era un gancho alargado que cubría solo la parte de enfrente de su boca. Eran rostros longevos y demenciales en pequeños cuerpos. Pero sus ropas daban la explicación a mi desquiciante trauma.
Vestían ropas típicas de un arlequín de principios de siglo, con colores obscuros y opacos. Todos ellos usaban una especia de gorro con una punta alargada que dejaba caer un cascabel amarillo. Uno de ellos advirtió en la especial atención que tuve sobre ese detalle, llevó su pequeña garra al extremo de su sombrero y comenzó a sacudir el cascabel. El sonido taladró mis tímpanos, los demás infernales seres imitaron a su compañero y la alocada sinfonía de horror terminó por hacerme perder la conciencia.
Cuando desperté, al día siguiente lo hice con fiero sobresalto. Miré con ojos incrédulos a la copa del mango, ahora solo había ramas. Los frutos que fueron arrojados sobre mí, seguían en el jardín. Observé que la puerta de cristal estaba abierta de par en par. Torpemente me levanté y me adentré en la casa. Comencé a escanear la zona, no quería toparme con estos seres de nuevo, pero debía asegurarme que todo estuviera en orden.
No tuve que buscar mucho para apreciar el desperfecto. Sobre mi escritorio, había un desastre. Hojas con mis escritos regadas y despedazadas. El cuello de la lampara estaba doblado hasta abajo, colgando del escritorio. La ausencia del objeto mas llamativo de la mesa me dejó atónito, pero lo que había en lugar de ello me estremeció aún más. Sobre la base del ágata musgo, se encontraban seis cascabeles color amarillo oro, que me hizo casi perder la razón, salir corriendo despavorido de casa y nunca más, volver a ella.
¡Sé el primero en comentar!