—Mami —la pequeña niña, de pie en el umbral del dormitorio de su madre, se frotó los ojos para ahuyentar el sueño—, el conejo de pascua se está comiendo el chocolate —dijo ella.
—No, cielo —le respondió su madre, somnolienta—, recuerda que el conejo de pascuas no come chocolate. Solo lo regala.
Removiéndose entre las sábanas de su cama, la mujer emitió un bostezo y enterró el rostro en la almohada, hablándole a su hija.
—Ve a dormir, mi vida.
—Pero mami —insistió la chiquilla—, ¡el conejo de pascua se está comiendo el chocolate! -exclamó, con un tono de voz inusualmente serio, como si estuviera a punto de echarse a llorar.
La mujer se incorporó en la cama y abrió los brazos, invitando a la niña a refugiarse entre ellos.
—Corazón, acabo de decírtelo. Al conejo de pascua no le gusta comer chocolate, solo se lo regala a los niños. Además, todavía ni siquiera han llegado las pascuas. Vamos, vete a dormir —le dijo con suavidad.
—Está bien, mami —la niña sollozó y resignada, tuvo que regresar a su alcoba.
Su madre esbozó una sonrisa. «Es increíble la imaginación que tienen los niños», pensó, antes de sumirse en un profundo sueño.
Afuera, en el pasillo, su hija se quedo de pie, con los ojos fijos en el conejo de pascua que devoraba su chocolate.
—Mi mami dice que tengo que volver a la cama —murmuró.
El conejo alzó la cabeza y clavó su mirada, roja como la sangre , en ella.
—Buena idea, pequeña —le dijo con voz cavernosa—, voltea y deja de mirar.
El conejo sonrió con dos hileras de dientes largos y afilados. Le mostró una pequeña placa de metal y la arrojó al suelo. La niña la recogió y lloró al ver que era la placa del collar de su perro. En ella podía leerse «Chocolate».
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