Una feliz familia habitaba en las afueras de Lerdo, Durango. La misma estaba conformada por Rubén el padre, María la madre, Josefa la hija y Gustavo el hijo. La hija menor, de tan solo 17 años de edad, padecía de una enfermedad conocida como piel de elefante, sufría de constantes abusos psicológicos en el instituto. Su padre lo sabía pero siempre le decía lo que todos los padres dicen cuando molestan a un hijo:
–No les hagas caso —los padres siempre actuaron como si no les importara nada.
Un día en el instituto todo iba aparentemente bien, marchando como de costumbre. Los mismos rostros, las mismas risas y burlas, todo exactamente igual que los días anteriores. Entró a su clase preferida, “Literatura”, era lo único que le hacía levantarse cada mañana. Entró al aula de clase, para su sorpresa no estaba el maestro; ella caminando con gran velocidad para que no la vieran, se dirigió a su pupitre, pasaron los minutos y su maestro no llegaba… cuando se resignó y decidió salir, se cerró con fuerza la puerta trasera mientras su hermano y su bola de atletas burlones se acercaron rodeándola.
–¿Qué está pasando? —preguntó desesperada.
Los chicos cada vez se acercaban más y más. Ella, llena de impotencia al no poder moverse, gritó para pedir ayuda, tenía miedo, mucho miedo… los amigos de Gustavo empezaron a empujarla como una pelota de baloncesto, ella solo pedía ayuda, veía como los demás alumnos y maestros solo miraban y se burlaban de lo que le hacían, nadie hacía nada. Sus padres llegaron por una junta con el director, se percataron de lo que estaba pasando y no hicieron nada, solo observaban.
Cuando iban de camino a casa, todo era silencio incómodo. El papá para romper la tensión preguntó:
–¿Cómo les fue en la escuela hoy?
Josefa lo miró con cara de desprecio y se quedó callada. La mamá, para dejar el momento incomodo de lado, empezó una conversación con Gustavo.
—Gustavo, ¿cómo te fue en la escuela?
—De maravilla, hoy fue un día muy divertido.
—Me alegra que te la pasaras bien, mi niño lindo.
Ese mismo 12 de octubre por la noche, una oscura y escalofriante noche, la linda Josefa se decidió a acabar con todo el dolor que su familia le había causado durante sus 17 años de edad. La oscuridad de la noche penetraba cada rincón de la casa, era una noche hermosa con un cielo estrellado.
Josefa agarró valor mirando al cielo, se disculpó por lo que estaba decidida hacer, respiró hondo. Caminó con paso decidido hacia su habitación, cerró bien la puerta, llevaba planéandolo hacía meses. Se dijo a si misma:
—Hoy es el gran día, hoy acaba todo —miró hacia el armario, donde se encontraba la antigua mascara que le hicieron de sus operaciones de reconstrucción facial, la tomó junto con sus botas estilo militar y un impermeable color negro, sujetó su cuchillo de casa que se encontraba en un cajón bajo su cama.
Salió de la habitación, sus padres estaban en la mesa del comedor, la única luz prendida. Se escabulló a la cocina sin que nadie se diera cuenta, envenenó la comida… Salió de la casa por la puerta trasera para observar lo que pasara… varios minutos después hizo efecto, su hermano no estaba en la mesa. Entró a la casa con paso decidido, se dirigió a la alcoba del muchacho y entró brutalmente, decidida, con el cuchillo en mano. Lo tomó con gran firmeza y le dijo:
—Di tus últimas palabras, hermanito.
—¿Qué haces?
—¿No te das cuenta? Acabo con todo esto.
—No lo hagas.
—¿Sientes eso? ¿Esa impotencia? ¿Ese miedo?
—Lo siento.
Josefa, con lágrimas en los ojos, bajó la guardia.
—¿Lo dices en serio o porque te voy a matar?
—Lo digo en serio…
Al percibir que ella bajaba la guardia, forcejeó e intenta quitarle el viejo cuchillo que tenía en la mano. Josefa se hizo a un lado, lo miró fijamente, con una sonrisa sádica y los ojos llorosos, se miró al espejo y se acerca a él.
—Nunca te perdonaré y espero que tú tampoco —espetó con la voz cortada pero firme, a la vez que se clavaba el cuchillo en el corazón, haciendo un corte diagonal y profundo.
Gustavo no lograba comprender lo que había pasado, muy asustado salió de la habitación y se dió cuenta que sus padres estaban agonizando, tirados a un lado de la mesa. Con impotencia y desesperación, entró a su habitación y miró el cuerpo moribundo de su hermana, dándose cuenta que con sus últimas fuerzas y últimos minutos de vida, había tallado en el suelo de madera lleno de sangre: SIEMPRE ESTARÉ CONTIGO.
Salió corriendo del cuarto para llamar a la policía, salió de la casa, se quedó en el pórtico. No podía con lo que está pasando. Treinta minutos después llegó la policía, le hicieron preguntas, él solo dijo que no sabía por qué lo había hecho, que estaba loca. Lo negaba todo, pero en el fondo sabía que era todo su culpa…
Unos años después de lo sucedido regresó a la casa con su esposa y sus hijos. Nadie sabía nada, nadie habló más de lo que había pasado, la esposa no tenía idea de lo que había sucedido en esa casa. Gustavo, lo primero que hizo, fue dirigirse a su antigua habitación, viendo que todo estaba igual a como lo dejo, con excepción de que no estaba el cuerpo de su hermana. Se veía una tenue mancha de sangre pero no le tomo importancia, y ese fue su peor error.
Pasaron los meses, eran una familia feliz sin conocimiento de nada pero un nueve de octubre, a treinta años de lo ocurrido, él estaba trabajando y no recordaba siquiera que fecha era; 12 de octubre, cuando comenzó a escuchar ruidos escalofriantes, golpeteos de las ventanas, las puertas azotándose con gran fuerza.
La familia supuso que era solo el aire y se fueron a dormir. Unas horas después llegó Gustavo del trabajo, vió la puerta abierta y entró asustado por su familia. Con gran rapidez ingresó a las habitaciones y comprobó que todo estaba bien. Se regresó a cerrar la puerta y se dio cuenta que en el espejo de la sala, había algo escrito con un lindo labial color magenta: TE DIJE QUE SIEMPRE ESTARÍA CONTIGO.
Gustavo en seguida recordó ese color, era el color que tenía puesto su hermana el día de su muerte. Pronto se dirigió a la cocina dispuesto a borrar ese mensaje, con gran terror y luego se marchó a su alcoba para dormir con su esposa.
Así pasaron días con el mismo mensaje en diferentes partes de la casa, hasta que un día fue diferente: un 12 de octubre ya no había mensajes en los espejos. Gustavo entró con calma en el baño, se miró al espejo y se dijo a sí mismo:
–Ya todo está bien.
En eso notó que alguien estaba detrás. Lo único que alcanzó a ver en la oscuridad, fue la máscara ensangrentada de su hermana.
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