“…nada me haría más feliz que conocerte, pero debo reconocer que aún no me siento lista para dar ese paso. Que te parece si seguimos conociéndonos por este medio, y así, algún día podremos vernos y tomarnos esa tan esperada taza de café… estoy más cerca de ti de lo que tú crees”

Esto rompía el corazón de Adam nuevamente, no podía entender tanta maldición en el rubro sentimental. Aun así, poco le duró el sabor amargo del rechazo, pronto sus latidos lastimeros cambiaron por fuertes pulsaciones que reventaban su pecho, tanta fue su concentración en las letras que no reparó en pequeños detalles que daban un toque macabro a la entrega de esta última carta. Ahora que la serenidad volvía a sus sentidos, se cuestionó lo siguiente:

– ¿Quién entró a mi domicilio y puso la carta en el comedor?

-¿Quién entrega correspondencia en altas horas de la noche?

Asumía que el sobre había sido colocado recientemente en la mesa por encontrarse aun húmedo. Con angustia buscaba alguna pista que diera respuesta a tan aciaga sorpresa, cuando en una reacción de vil asombro, Adam me relató el sentimiento horrido de su piel erizándose ascendentemente, al ver marcas de lodo que daban forma a la suelas de unas botas saliendo del closet de su sala-comedor. Pisadas con dirección hacia la puerta principal, hacia la salida del departamento. Alguien había pasado parte de la noche en el closet, observando, esperando el momento justo para dejar la carta. Adam recordó haberse levantado a orinar en una hora indeterminada. Pudo haber sido en ese momento en que el visitante se haya escondido al escuchar ruidos. Pero ahora se cuestionaba con pasmo y enojo: ¿Cómo pudo entrar?

Recibí su nerviosa llamada al amanecer y entramos en alerta, no me presenté a trabajar alegando malestar y me dirigí a toda prisa a su departamento, aún quedaban unas débiles marcas de las suelas sobre la alfombra. Me acerqué al closet y lo abrí de par en par, los ganchos con ropa estaban corridos hacia los costados. El que estuvo dentro había separado las prendas para hacer espacio. Adam me miró con ojos saltones, le pedí calma y le acompañe a sentarse, llamé a la policía y pronto fueron al lugar. Se entrevistaron con los posibles sujetos que pudieron irrumpir en el domicilio.

El portero alegó no percatarse de nada extraño esa noche, la lluvia tampoco le permitía moverse con facilidad de su sitio. Afirmaba con vehemencia no haber visto a nadie entrar durante las sombras; aunque, después de ejercer presión los oficiales, confesó haberse quedado dormido de 1:00 a 2:00, 2:15. Rogó no ser delatado. Se entrevistaron con conserjes e inclusive el dueño del edificio. Nadie dio respuesta aclaratoria. Los policías prometieron estar alertas y dar rondines en la zona, sus palabras conciliadoras fueron que no pasó a mayores. Antes de irse los oficiales, le preguntaron a mi amigo acerca de la carta. ¿Quién la había enviado? La respuesta de Adam fue “mi madre”, habrá dicho esto para evitar la engorrosa y embarazosa explicación de las cartas por correspondencia, o por querer proteger la identidad de Madelyn. Los azules se encogieron de hombros y se retiraron con una sospecha de tomadura de pelo.

Lo miré inquisitivamente y el silencio fue su respuesta. Le pedí salir del departamento para platicar del tema, lo cuestioné tratando de hacerle ver el peligro que esto acarrea, nadie sabía con exactitud si Madelyn era una loca de atar, o peor aún, si era otra persona. Era evidente que a Adam le costaba trabajo aceptar esa idea. Le pedí se mantuviera alejado de cualquier posibilidad de contacto con su misteriosa amiga por correspondencia.

Ocupamos el resto del día en distraernos de su agitado comienzo, visitamos lugares que nos devolvían a nuestra juventud y evocaban viejas anécdotas que parecían olvidadas; reímos con fuerza como hacía mucho tiempo no lo hacíamos. A ratos, y cuando parecía que los nervios se destensaban, tratábamos de adivinar la identidad del remitente de las cartas; por alguna extraña razón pensamos coincidentemente en el portero, su raro comportamiento y posibles tendencias homosexuales lo hacían un blanco fácil para pensar que este estaba obsesionado con mi amigo, además de la facilidad de tener acceso a todos los departamentos del edificio. Este tipo de comentarios hacían sentir un poco culpable a Adam, pues pese a que el tipo no era de nuestro agrado, nunca pensamos que él sería capaz de realizar un acto de tan mórbida índole. Estoy seguro que cuando Frederick hacia sus prolongados silencios, pensaba inevitablemente en Susan.

En la noche, de regreso al departamento y ya con los ánimos asentados, pude platicar mejor con él acerca de un par de alumnos que le traían incomodos problemas, no todos veían con ojos de ternura el acto desesperado de su maestro, algunos simplemente buscan reír enloquecidamente bajo cualquier pretexto. Una chica del sur condado, de nombre Mildred, lo aconsejaba y alentaba en su práctica por correspondencia, sugerí no dejar que sus pupilos cruzaran esa línea de confianza, pero la testarudez de Adam y sus fantasías lolitas nublaban su profesional juicio.

Cuando nos acercábamos al número de su departamento, reparé como Adam perdía el aliento al encontrarnos la puerta de su vivienda entreabierta. Sugerí a mi amigo ir a donde el portero, pero este rechazó mi sugerencia. Un sentimiento de estúpida bravura se apoderó de él y solo me pidió cuidar su espalda. El chirrido de los goznes oxidados de la puerta taladraban nuestros oídos, esperando a que en la sala se encontrara la loca de las cartas, o peor aún, la pesadilla de cualquier ingenuo acechándonos con un hacha. La oscuridad dio paso a la claridad cuando Adam encendió la luz. Todo estaba en su lugar, recordábamos haber cerrado bien la puerta, aunque todos eran vagos y difuminados recuerdos.

Adam apretó mi brazo con fuerza, sentí como sus dedos en forma de tenaza cortaban mi circulación. Marcas de légamo en la alfombra se dirigían a su cuarto. Su respiración se detenía, y realizaba una mueca de susto que hasta a mí me horrorizó. Tomé un atizador mientras que mi querido amigo entraba y salía de la cocina con un cuchillo de hoja gruesa.

Adam se adelantaba y de una patada abría la puerta de su recamara, el sonido de la puerta abriéndose violentamente nos hizo pensar que algo se movía en el interior. Volteábamos a ver en todas direcciones. Abríamos closets y buscábamos debajo de la cama. La excitación del momento casi hacía que ignoráramos un detalle delicado frente a nuestra vista. Una carta sobre la almohada. Papel arrugado, sobre maltrecho con estampilla postal del lado izquierdo y el mismo remitente.

Iba en dirección a tomar la carta, pero Adam me pidió no tocarla, e ir por la policía. Sabíamos que no resolveríamos nada esa noche, el cielo empezaba a desgarrarse una vez más anunciando lo tétrico que podría ser. Permanecí con él toda la madrugada, observando la carta; discutiendo si debíamos o no abrirla. Esta tonta discusión nos hizo casi olvidarnos de revisar en cada rincón del departamento e indagar la posible compañía de un psicópata. No paramos hasta que Adam quedó satisfecho y seguro de que nadie más estaba ahí. Yo me encargué de la sala y él de los cuartos y la cocina. Bebimos café hasta el amanecer. Al día siguiente no había labores, al parecer era feriado, no lo recuerdo muy bien, eso nos permitió darnos el lujo de pasar la noche en vela.

Después de discutirlo reiteradamente, dispusimos ir a la comisaria a dar parte de los infaustos hechos. Habíamos abandonado el departamento y dirigido nuestros pasos hacia la jefatura, cuando abruptamente la patrulla 032 de los oficiales que nos socorrieron anteriormente nos interceptó, detuvo nuestro andar y sin motivo aparente nos dieron un trato hostil, como si fuéramos un par de delincuentes extranjeros.

Adam explicó los nuevos hechos a los oficiales, dando detalle de la situación que lo llevo a vivir este horrido pasaje. Los calvos oficiales se miraban entre sí. – “Había dicho que eran cartas de su madre.” Mi amigo tragó un grueso de saliva, enredó dos o tres palabras antes de que los oficiales con tono amenazante le pidieran que se metiera las cartas por el culo. –“No nos hagas perder nuestro tiempo, ya nos hiciste investigar y dar rondines imbécil; conocemos a algunos negros roba-casas que nos deben favores y podríamos pedirles que se cobren uno de ellos con ustedes, lárguense culos gordos”.

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Ni siquiera lo pensamos, nos alejamos inmediatamente. En el camino y a trompicones nos encontramos con el cartero de la zona, un hombre adulto que ya pintaba canas laterales, pocas veces lo frecuentábamos, siempre entregaba correspondencia cuando estábamos en horario laboral. Adam preguntó por las cartas que él había entregado previamente en su domicilio, dando sus datos, dirección y señalando el edificio en donde radicaba.

Habrán sido los ojos de loco que profirió mi amigo, el cartero parecía sudar de más en una nublada mañana. Una voz apenas audible y dubitativa, le respondía negativamente-“La única correspondencia que le he entregado últimamente son sus facturas… no he entregado cartas personales en esta zona…”

Antes de que le tomara por el cuello del uniforme al empleado postal, la patrulla 032 hacía brillar su torreta a lo lejos, dándonos a entender que se encontraban con un ojo sobre nosotros. Adam estaba al borde del derrumbe, regresamos a su departamento solo por algunas cosas, pues sugerí que lo mejor era que pasara la noche en mi casa; en una maleta guardó mudas de ropa y salimos a toda prisa, asegurándonos de cerrar bien la entrada del apartamento. Traté por todos los medios y como todo buen compañero de distraerlo de las rudas jornadas vividas. Una vez instalados en mi hogar, fumamos un poco de hierba para relajar sus nervios, tratábamos de llegar a una conclusión. Por la mente envenenada de Adam cruzaron varios nombres, antiguas rencillas y posibles conexiones. Estábamos en un callejón sin salida, y cabía también la posibilidad de no haber tenido contacto previo con el hostigador(a), sino simplemente ser víctima de una mente lunática.

De entre sus ropas, Adam sacó con manos telúricas el sobre que habíamos visto sobre la cama, lo había cogido y estaba dispuesto a abrirlo, nuestras conciencias intoxicadas no reparaban en el miedo sino en la saciedad del morbo. Con dedos torpes mi buen amigo abrió el envoltorio para sacar el mensaje que este contenía. Era unas fotos instantáneas polaroid, tres exactamente, una tomada desde el interior del closet de la sala, se podía inferir eso por las pequeñas rendijas que forman la vistas. La segunda era a los pies de quien las tomó, calzaba unas botas de goma del tipo impermeables. Y la última era en el cuarto de Adam, una foto de él, de espaldas. El intruso no se aventuró a tomársela de frente por el destello del flash.

Mi amigo empalideció dramáticamente dejando caer las fotos que débilmente sostenía, fue demasiada su impresión que lo llevé a la recamara de invitados para que se recostase; me quedé con él hasta que fue derrotado por el cansancio, durante la madrugada no dejaba de balbucear nombres y de dar pequeños sobresaltos que lo devolvían a la alcoba. Me quedé inevitablemente dormido en una silla, a lado de su cama. Al día siguiente desperté naturalmente para incorporarme a mis labores de oficina, advertí que Frederick había salido, dejó una nota agradeciendo las atenciones para con él y avisándome de su partida a la universidad.

En todo el día me quedé pensando en los detalles y posibles enlaces que Adam encontraba con su fustigador; podía comprender el miedo que el sentía y las ganas de esclarecer los hechos lo antes posible. Es tan evidente como cuando se pretende conocer la causa de una enfermedad inexplicable, el ansia y el estrés a lo desconocido termina enfermándole más que el padecimiento mismo. En tan solo unos días, Adam Frederick perdía peso, color y cabello de manera alarmante.

Ese día saliendo del nuestros lugares de trabajo, en la hora del almuerzo, coincidimos en la cafetería del centro. Frederick lucía paranoico, entró al lugar volteando constante y nerviosamente, a una mano le hacía señas para que me viera, se acercó y me soltó –“Los policías, me encontré con ellos en mi camino, me estaban siguiendo de cerca en su patrulla, pude oírlos como reían burlonamente…” Miré por la ventana y estaban estacionados a una cuadra, portaban sus gafas de sol tipo aviador, uno de ellos fumaba mientras que el oficial al volante parecía comentarle algo a su compañero, sus blancos y grotescos rostros eran visibles aun a la distancia. No podría definir si nuestras miradas coincidieron, las gafas no me permitían verle bien, pero lo cierto era que miraban hacia nuestra dirección. Acto seguido se marcharon lentamente. Las facciones de Adam se destensaban. Se hizo un silencio y comenzó a hablar atropelladamente.

“Madelyn, no es real, o cuando menos no es quien dice ser, hoy en clase, uno de esos chicos que se burlaban de mi por lo de las cartas, estaba muerto de risa en la parte trasera del salón. Los pillé con el objeto de sus risotadas. Era una hoja arrancada de una revista, en ella estaba la propaganda de una pasta dental, no recuerdo el nombre. El punto es, que una modelo femenina posaba en ella. Era la supuesta Madelyn, en la misma postura que en la foto que me mandó…” “…arrebaté la hoja y les reprimí severamente, uno de ellos, de nombre Scott, me miraba fijamente preguntándome por Madelyn, hubieras visto esos ojos, no le podía sostener la mirada, era demasiado incomodo… la otra, de nombre Franky, reía cada vez más fuerte, que el resto de la clase comenzó a asustarse, no era una risa natural. He oído que ambos están castigados y serán suspendidos… nunca le había mostrado la foto a los muchachos de mi grupo, ¿Cómo supieron entonces que era ella?”

Le pregunté por el lugar en donde guarda las cartas y la foto, respondiéndome que algunas estaban depositadas en su departamento, mientras que las más nuevas en el salón, en uno de los cajones de su escritorio; así como la foto de la supuesta amiga por correspondencia. Ver la foto de ella le relajaba en las épocas más saturadas de trabajo. Ahora se sentía como un tonto, alguien re imprimió la foto en papel fotografía y Adam cayó inocentemente.

Lo acompañé de vuelta a mi casa, no pudo volver a su trabajo, pidió licencia para ausentarse pues los nervios los tenía desechos, en el camino mientras manejaba, me obligó a jurarle que en la noche iríamos al condado vecino y buscaríamos la dirección de donde las cartas eran enviadas. Fue tanta su enferma insistencia que accedí pese a lo peligroso que esto resultaba, lo pensé un par de veces pero sabía que él no dejaría el tema en paz, por lo que al salir de mi centro de trabajo y después de cenar (solo yo lo hice, Adam se adelantó a esperarme en el coche, había perdido el hambre), enfilamos hacia la carretera del circuito norte que se enlaza con el Condado de Long Island. Durante el trayecto mi amigo iba callado, miraba a través de la ventana, el oscuro de la noche lo tenía absorto, no me animaba a romper el silencio que parecía disfrutar tanto.

Una vez que nos adentramos a la zona poblada del condado, comenzamos preguntando a los transeúntes por la dirección que Adam tenía memorizada “957 Belmont St. Oak Tree Area”, la mayoría de ellos la desconocía o fingían no haberla escuchado antes, solo algunos daban un intento por acercarnos. No fue sino hasta cerca de la media noche, que un viejo solitario y de aspecto vulgar, se encontraba paseando a su no menos vil perro, esté supo darnos la ubicación exacta y una urgente sugerencia.

Estábamos a dos cuadras del domicilio en cuestión, pero el rostro pasmado del sujeto indicaba un mal augurio, nos pedía que visitáramos el lugar al día siguiente, hacerlo en esas horas de la noche resultaba peligroso pues los vecinos murmuraban extraños sucesos detrás de los muros de la vivienda. Las arrugas de su frente se empalmaron al tomar rumbo hacia donde nos advirtió abortar pese a lo lúgubre de su aviso. En un par de minutos comprendimos las palabras del señor extraño.

Una casa deteriorada, con el pasto excesivamente crecido, sin luz, ni casas colindantes; era el macabro hallazgo que se presentaba ante Adam, había un buzón de correo metálico lleno de sobres, Frederick se bajó a buscar dentro de él alguna de sus cartas; solo había sobres de cuentas y propaganda. No había ni una sola personal, esto solo quería decir que sí llegaban las cartas a su destino y que alguien las había tomado del buzón. Pronto le di alcance a mi amigo una vez que aparqué, confieso que a cada paso que daba la casa parecía crecer de forma temible, era una morada aterradora digna de cualquier imagen de pesadilla. Volteamos a ver la vivienda a nuestras espaldas, en la entrada principal estaba escrita con tinta de grafiti y letras escurridas, una frase amable pero poco acogedora para ese momento, “Bienvenidos, están en casa”.

Adam comenzó a dar pasos hacia la entrada, fue fácil el acceso pues no había cerca que bordeara el patio, le chisteaba para que regresará, estaba más preocupado de que mi amigo, con mayor probabilidad, se encontrara con un psicópata que con un fantasma. Adam estaba determinado, no tuve el ánimo de seguirlo, me quedé anclado a un lado del buzón. Solo escuchaba el crujir de cristales rotos que pisaba mi acompañante, al cabo de diez minutos salía de la casa con mirada ausente. Le pregunté acerca de su excursión, me comentó que el lugar era sumamente perturbador, y que tenía la impresión de que dentro se hicieron muchas cosas depravadas, pues había manchas de algo parecido a la sangre, solo que negra; condones usados y prendas de ropa desgarradas. El lugar no era aterrador por posibles espíritus que hayan tomado el lugar, era perturbador por lo que pudo haber pasado ahí, una vibra y ambiente nefasto impregnaban cada ladrillo del inmueble. Al final acotó que encontró una cámara vieja, parecía estar escondida debajo de algunos bultos de basura. Por accidente pateó una de esas pilas de desperdicio y el extraño bulto en el piso llamó su atención. Tenía aun el rollo puesto, al parecer no querían que fuera encontrada.

Durante el viaje de regreso no cambió mucho la actitud de Adam, seguía callado y pensativo, a ratos observaba la carcomida cámara, indagando su posible historia y el contenido fotográfico del rollo. Demoramos solo una hora en carretera, era tarde para cuando llegamos a mi hogar. Estaba cansado y deseaba derrumbarme en mi cama, pero Adam lucía despabilado, debajo de sus muy abiertos ojos, un par de anillos negros hundía su apagada mirada.

Cuando abrí la puerta principal, se desveló insana sorpresa para mi pobre huésped. Con súbito asombro, Adam dejo escapar un grito, que después se convertiría en una expresión muda de terror. Sobre el piso de la sala, una nueva carta yacía.

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Pedro Luna Creo

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