Trabajo como geólogo en el Parque Nacional del Valle de la Muerte de Nevada. Estos últimos meses estuvimos estudiando «El Agujero del Diablo», una famosa formación geológica cuya profundidad es inexacta. A mí, ese sitio siempre me pareció sumamente extraño. No es solo porque nadie sabe como se formó y que ocasiona que haga lo que hace, hay algo más. Algo… que no está bien.
La otra vez, hicimos descender un pequeño submarino para poder elaborar un mapa del laberinto de cuevas que sabemos que hay debajo, aunque por décadas el acceso ha sido imposible. Deseábamos saber que tan profundo se podía llegar. El hecho de que un sismo en China fuera capaz de aumentar el nivel de agua en esta zona de Nevada, nos hacía suponer que era mucho más profundo de lo que habíamos propuesto al principio.
El submarino trazó los primeros 15 metros. Fue complicado obtener una señal aceptable; el contenido mineral del agua resultaba inadecuado para nuestros sistemas y la forma en que se comunican entre ellos, por no decir una vez que se llega hasta el fondo, la elevada temperatura del agua en los conductos geotermales podría descomponer el dron sin remedio.
A los 23 metros, la señal comenzó a distorsionar, cortándose de tal manera que no hacíamos sino preguntarnos si el submarino se habría estrellado o dañado. Cuando lográbamos mover el dron, explorábamos las cuevas y descendíamos más profundo. El agua estaba hirviendo y conforme la presión aumentaba, la temperatura también. El submarino era capaz de resistir hasta 200 grados Celsius y algunas bolsas de agua estaban aproximándose a dicho máximo.
Greg, el tipo que manejaba el equipo óptico, dijo que veía unos destellos luminosos muy por debajo de nuestra ubicación, los cuales coincidían con ciertas explosiones de calor. Yo dije que era el equipo que estaba funcionando mal, pero él insistió.
De pronto, el nivel del agua empezó a elevarse. Pero lo que más nos sorprendió, fue el modo en que el agua cambió de color. Pasó de su tono normal a un tono rojizo. Greg miró en la pantalla y se dio cuenta de que la profundidad del agua en la gruta—de 11 metros inicialmente— había pasado a ser a 107,600 metros. Pensamos que se trataba de un error.
Vimos más destellos en la pantalla mientras el agua hacía espuma y enviaba burbujas a la superficie, hasta que la transmisión se cortó. No pudimos restablecerla.
Por la noche analizamos el vídeo y descubrimos un pico pequeño en la pista de audio, (cuando la profundidad de la gruta se hizo imposible de medir). Amplificamos y aclaramos la señal para reproducirlo. Tuvimos que oírlo veinte veces seguidas, a pesar de haber escuchado perfectamente la primera vez.
«Déjenme dormir. Déjenme soñar. Pronto, voy a ascender».
Coincidiendo con el aumento de profundidad y la última palabra de la frase, surgió otro destello en el fotograma del final, antes de que el dron se apagara. Entonces Greg lo aclaró y vimos lo que era. Un ojo rojo del tamaño de una casa, a 107,600 metros de distancia.
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