«El hombre que canta y baila», (en inglés The Song and Dance Man), es una historia escrita por el autor Dylan Charles y que forma parte de la antología de horror Tales of the Whispering Mad and the Mis-Dead, publicada en Amazon. A continuación, te ofrecemos la traducción en español para llenarte de auténtico miedo.
Queda poca gente viva que se acuerde del Hombre que Canta y Baila.
El tiempo se ha ido con los sobrevivientes de aquella larga noche y estoy seguro de que se alegraron de reunirse con su creador. La vida toma un rumbo extraño luego de una noche como esa.
Los que todavía viven, Bill Parker, Sarah Carter y Sam Tannen, nunca hablan de eso. Sam tiene suerte. Su cerebro empezó a volverse papilla hace unos años y hoy tiene dificultades para recordar cómo ponerse los pantalones.
Consiguió una tregua temprana de sus recuerdos. Él no despierta noche tras noche, con la música sonando en sus oídos y las lágrimas surcando sus mejillas.
El Hombre que Canta y Baila llegó a Belle Carne con poca algarabía en el otoño de 1956. Acababa de terminar la secundaria y trabajaba como ayudante en Handy’s Hardware. Me encontraba allí la tarde en que Sarah Carter atravesó la puerta, haciendo sonar la campanilla como loca.
—George, ¡tienes que ver lo que han puesto en el quiosco de música! ¡Hay una gran carpa y un hombre delante de ella, gritando como payaso de carnaval! —a Sarah le faltaba el aliento. Obviamente había cruzado corriendo el parque hasta la avenida principal.
Su cabello estaba revuelto en todas direcciones y tenía un mechón pegado a la nariz. Resopló y se lo apartó del rostro, aguardando a que reaccionara.
Con Sarah, siempre estaba dos pasos atrás y corriendo para ponerme al día. La niña tenía energía en aquellos tiempos y en un suministro ilimitado.
Dejé de organizar las cajas y dije:
—No había nada por allá cuando pasé esta mañana. ¿Cuándo llegó?
Ella encogió los hombros en un rápido movimiento.
—No sé, pero está ahí y tienes que ver a este sujeto. Está muy bien vestido, de los pies a la cabeza, y puede hablar. Chico, él puede hablar.
Lo pensé y miré el reloj. Eran casi las cinco y ya iba siendo hora de salir.
—De acuerdo, vamos a echar un vistazo pues.
Sarah sonrió ampliamente y se marchó. No dudaba que les diría a todos los chicos de la pandilla, los que todavía estaban en la ciudad. La mayoría de nosotros nos separamos después de la graduación. Solo unos cuantos de nosotros permanecíamos en la ciudad y solo unos cuantos de nosotros estábamos presentes para presenciar el baile.
Me dirigí al quiosco de música solo, sin esperar a los otros. Lo más probable fuera que Sarah ya estuviera allí esperándonos. Me encontré con Bill al pasar por la farmacia, donde trabajaba y se hacía el tonto.
—¿De qué demonios está hablando Sarah, George?
Ella voló hasta aquí y luego se marchó otra vez antes de que pudiera preguntarle nada.
Bill era un chico grande, el más alto (y el más gordo) de nuestra clase y casi me oriné de la risa la primera vez que lo vi usando ese pequeño sombrero de papel en punta. Cap McClearly hace que sus empleados idiotas lo usen. No obstante, a Bill realmente no le gustaba que se burlaran de él, y una vez que el moretón bajo mis ojos se desvaneció, me aseguré de no hacerlo más.
Es un buen tipo dejando de lado su mal genio. También era el mejor jugador del equipo de baloncesto en la secundaria, a pesar de ser uno de los pocos a los que han expulsado de un juego. Arrojó a otro jugador en mitad de la cancha, y eso que eran del mismo equipo. Bill alegó que el otro muchacho le dio un golpe en el estómago. Tenía que haber sido un accidente; nadie se atrevería a hacerlo a propósito.
Ambos cruzamos por la calle, Bill fumando un cigarrillo. El vicio lo alcanzó en 1995 cuando le extirparon el pulmón derecho. Al final de la avenida principal, atravesamos Buchanan y entramos al parque. Normalmente, en ese punto, hubiéramos alcanzado a ver el quiosco de música, empotrado en una colina próxima al centro del parque. En verano habría conciertos: actuaciones de la banda de música escolar, un coro de la iglesia cantando oraciones, esa clase de cosas. En una ocasión un par de niños de la secundaria formaron un grupo genial de rockabilly, pero alguien del Comité de Parques aprobó una ley que prohibía tocar rock and roll por ahí. Pueblos pequeños, ¿sabes?
Pero ahora, se alzaba una carpa amarilla descolorida de gran tamaño, que ocultaba el quiosco de música, como esas que están en los circos o esas que usan los políticos para sentir el espíritu de las personas (y sus billeteras).
Ya se había formado una multitud considerable alrededor de la tienda y cuando Bill y yo nos acercamos, pudimos oír al tipo del que Sarah estaba hablando. Se escuchaba como un estafador de carnaval. Bill y yo aceleramos el paso por el camino que iba hacia la tienda. Nos abrimos paso entre la gente hacia la tienda de campaña, donde pensábamos que se encontraba el hombre.
—¡Vamos, todos, acérquense, acérquense! ¡Vamos a pasar un buen rato esta noche! ¡Hace un tiempo grandioso! ¡Cantaremos, bailaremos, os lo prometo! ¡Y el Hombre que Canta y Baila siempre cumple sus promesas!
Aún no podíamos verlo; había demasiadas personas que bloqueaban el camino. Era como si todo el pueblo se hubiera congregado para ver al Hombre que Canta y Baila. Bill tiró de mi brazo y señaló algo. Seguí su dedo y eché un vistazo. Era el reverendo Harper, el ministro bautista. He vivido bastantes años, pero jamás he visto a un hombre capaz de golpear una Biblia con más fuerza que él.
Harper predicaba contra los males del pecado: el pecado del beber, el pecado de fumar hierba, el pecado de fumar tabaco, el pecado de mentir y, más que nada, el pecado de bailar. Sin embargo, aquí estaba, haciendo fila para entrar con los demás a la tienda, porque obviamente no estaba predicando. Lo saludamos agitando la mano, Bill lo hizo con la mano en la que sujetaba el cigarrillo, y ese viejo párroco se puso del mismo color que el Mar Rojo, dio media vuelta y se alejó. Bill y yo nos sonreímos el uno al otro y continuamos andando hacia el frente, hacia el Hombre que Canta y Baila.
Al fin nos abrimos paso entre la gente y allií estaba él. De pie en una vieja caja astillada y con aspecto de estar a punto de romperse bajo sus pies. En la hierba, a su lado, yacía un maletín negro con adornos dorados en los bordes. Se veía viejo, más viejo que la caja, más viejo que el pueblo. Parecía algo muy antiguo.
Él era todo ángulos, sobresalían sus rodillas, los codos y los hombros. Era alto y flacucho, su cuerpo bailoteaba y saltaba al ritmo de sus palabras. Usaba una chaqueta de líneas blancas y rojas, como las de los cuartetos de barbería. Un sombrero de paja estaba posado en su cabeza, siendo constantemente empujado hacia atrás y adelante por sus manos anormalmente largas. Largas, con seis dedos cada una. Me quedé mirándolas cuando me di cuenta. Había leído que algunas personas nacen con seis dedos, pero leer acerca de algo y verlo son dos cosas distintas.
Sus ojos relampaguearon con un destello azul mientras hablaba, y brotaron chispas de sus dientes blancos. Nunca cesó de hablar. No se detuvo a respirar, ni a hacer preguntas ni nada. Simplemente siguió hablando como si su alma dependiera de ello.
—Está bien, está bien, ya estamos llegando, estamos muy cerca, sí que lo estamos. ¿Todos listos para bailar? ¿Listos para cantar? Porque yo estoy listo para tocar mi violín, claro que lo estoy, claro que lo estoy. Tengo un violín a mis pies y estoy listo para tocarlo. Listo para hacer CANTAR esas cuerdas, ¿pueden creerlo?
Aplaudía y eso era lo más cercano a una pausa que él se dignó a hacer.
Sarah y Sam se acercaron a nosotros en ese instante, tras localizarnos en la multitud. Sarah me dio un codazo y me habló.
—¿Ves lo que te dije? Parece que está en medio de un carnaval intentando convencernos de ver a la mujer barbuda o algo por el estilo .
Sam asintió y nos saludó, haciendo que sus lentes se deslizaran por su nariz y dándoles un pequeño empujón hacia el sitio donde pertenecían. Era tan alto como Bill, pero mucho más delgado. El chico listo de nuestra pandilla. Tenías que contar con alguien como él para saber cómo hacer las cosas, como descomponer el auto del director y reconstruirlo en el gimnasio escolar. No que alguna vez hubiéramos hecho algo así.
—¿Qué es lo que vende? —preguntó Sam.
—Un baile, supongo —le dije.
—¿Cuánto cuesta?
El Hombre que Canta y Baila debió escucharlo porque enseguida dijo:
—¿Cuánto cuesta, escuché preguntar? Pues nada, no cuesta ni un dólar, no cuesta ni un cuarto, no cuesta ni un centavo. Queridos, esto no les va a costar nada, solo vengan y bailen mi canción toda la noche.
Todos nos miramos. Era un buen trato. ¿Un poco de música gratis y un espacio para bailar? En aquella época no había gran cosa que hacer en el pueblo y todavía no la hay. Esto era casi demasiado bueno para ser verdad.
Hombre que Canta y Baila se detuvo, lo que era un pequeño milagro en sí. Buscó en su bolsillo, sacó un reloj de oro, miró la hora y luego esbozó una una sonrisa que debió mostrar cada uno de sus dientes. Se guardó el reloj y dijo:
—Amigos, llegó la hora de que comience el baile. Adelante, todos, ya es hora de que comience el baile.
Saltó de su caja, cogió el violín y se metió en la tienda.
Sarah, Bill, Sam y yo casi tropezamos por la prisa de entrar, pero aún éramos los primeros. Paramos en seco al atravesar las grandes y viejas aletas de la tienda, pero nos empujaron de inmediato hacia adentro.
Era enorme en el interior. bajo de nuestros pies había un piso de madera dura que aparentaba ser roble, roble oscuro y tan pulido que brillaba como espejo. Había velas en los postes de la tienda y al mirar hacia arriba, no podía distinguir el techo entre tanta oscuridad. Era como observar el cielo nocturno sin estrellas, sin que la luna se atreviera a asomar el rostro.
La gente siguió empujándonos y más y más personas entraron. No eran solo los jóvenes. Ahí estaba la señorita Crenshaw, nuestra maestra de inglés de primer año que estaba en la cincuentena. Estaba el señor Hoskins, nuestro director. Estaba el buen viejo reverendo Harper, aún con aspecto avergonzado, pero también como si no pudiera evitarlo. Estaba toda la maldita ciudad. Demonios, hasta el alcalde estaba allí con su mujer, de pie y charlando con el comisario.
Pronto, todos se encontraron dentro y el murmullo de cada conversación era casi ensordecedor. Empezaba a hacer calor allí y me sentía agobiado y con claustrofobia. Todos buscábamos al Hombre que Canta y Baila, para ver dónde se había metido. Nadie alzó la vista, así que nadie lo vio hasta el primer acorde de su arco de violín.
Estaba allí, en el poste central de la tienda, sentado sobre una pequeña plataforma de madera, a unos diez metros del suelo. Dios sabe cómo hizo para llegar allí, porque no había ninguna escalera. Sus pies colgaban fuera del borde y sujetaba su violín en una mano y el arco en la otra. El violín y el arco parecían estar hechos de la misma madera oscura que el piso y brillaban con la luz de las velas como si tuvieran vida. Incluso dudé que el violín necesitara al Hombre que Canta y Baila para hacer temblar sus cuerdas.
Todos lo observamos y él sonrió y se levantó de un salto mientras la gente contenía la respiración, temiendo que cayera en medio de ellos.
Entonces comenzó a tocar.
Hizo cantar esas cuerdas. No he escuchado a nadie tocar así ni antes ni después y todos los días agradezco a Dios por eso. El aire a nuestro alrededor crepitaba. Te aflojaba los músculos y entraba en tu cabeza. Sentías la necesidad de sacudir cada hueso, hasta en la médula. Tomé de las manos a Sarah y nos deslizamos por la pista y todos nos siguieron, algunos con pareja y otros solos. Algunos bailaban el foxtrot, otros danzaban un vals, y algunos de nosotros girábamos. Bailábamos, nos movíamos, nos sacudíamos, mecíamos y rodábamos.
Pasé al lado del reverendo Harper, quien movía los pies de manera torpe con Eloise Grendel, una vieja arpía católica. Vi a la esposa del alcalde bailando con Dan Adams, del cuerpo de bomberos.
Giré con Sarah, moviéndome por la pista, golpeando y empujando a las personas a nuestro alrededor. Cada vez hacía más calor allí, y no pasó demasiado tiempo antes de que sintiera el olor del sudor y los cuerpos moviéndose unos contra otros. Me sentí mareado, pero seguimos bailando juntos, seguimos bailando sin parar. Pasó un rato antes de que me percatara de que el Hombre que Canta y Baila también estaba cantando, pero en una lengua que no comprendía.
Él se apoderó de nosotros, de pie en aquella plataforma, haciendo cantar y cantar a su violín. Su arco subía y bajaba, iba de un lado a otro. Tocaba como si estuviera hablando. No hubo pausas ni descansos, solo un maníaco diluvio de melodías en tanto su boca pronunciaba palabras que no significaban nada en este mundo.
Agité mi cabeza mientras bailaba con Sarah y me di cuenta de que mis piernas se sentían cansadas. Los pies me dolían y la espalda me palpitaba. Miré mi reloj y comprobé que llevábamos bailando una hora. Negué de nuevo, tratando de sacudirme el mareo que me nublaba la cabeza.
—Sarah… —me aclaré la garganta.
Solo había emitido un susurro. Mi lengua se sentía gruesa y pesada. Lo intenté otra vez.
—Sarah —más fuerte en esta ocasión, pero ella no respondió y continuamos bailando. La sacudí, pero ella no reaccionaba. Seguí sacudiéndola hasta caer en la cuenta de que lo hacía al ritmo de la música.
Entonces traté de parar y no pude. No pude parar.
Bajo la niebla, empecé a sentir miedo. Volteé a ver las caras de las otras personas. Vi su terror. La cara del reverendo Harper estaba más roja que antes. El sudor corría por su cara, pero aún así seguía moviéndose, girando a la señorita Grendel, vuelta tras vuelta, con la cabeza inclinada a un lado y al otro. Estaba desmayada, pero sus pies aún se movían. Pasamos junto a Bill, quién bailaba con Susie Watkins y vi sus ojos asustados inspeccionando la habitación, pero Bill agitaba su cabeza conforme a la música y sus ojos llorosos no miraban hacia ningún punto en particular.
El Hombre que Canta y Baila reía desde su lugar y seguía tocando, moviendo sus pies. Sus ojos brillaban.
Escuché un grito y giré la cabeza para ver a una mujer caer al suelo, mientras se sostenía la pierna. Se había acalambrado. Le tuve envidia. Ella podía parar. Ella podía descansar. Mis propias piernas se sentían como madera muerta y el dolor en mi espalda era intenso.
Entonces su compañero pisó su tobillo y escuché el crujido del hueso. Él todavía bailaba; con los ojos en blanco y vacíos mientras se movía. Ella gritó otra vez y trató de apartarse, pero en cambio se puso de pie. Luego volvió a bailar, apoyando su peso sobre el tobillo roto una y otra vez. Me di la vuelta, pero no pude ignorar el sonido de su llanto.
La música prosiguió.
Revisé mi reloj nuevamente y ya iban tres horas. No vacilamos. Seguimos la velocidad que el violín. Ese maldito violín. Golpeando nuestros pies contra el suelo. Sin importar las ampollas que estallaban. Sin importar los dedos o los tobillos rotos. Sin importar ese profundo dolor enterrado en la columna que se negaba a marcharse. Sin importar los viejos corazones y las rodillas enfermas.
Mantuvimos ese ritmo frenético igual que una masa: una criatura que se balanceaba, golpeaba y brincoteaba con una sola mente.
El reverendo Harper murió en un momento dado. Vi como ocurría. Él sostenía a Miss Grendel (cuyos pies seguían moviéndose con la música), los dos desmayados, cuando la dejó caer y se derrumbó al suelo. Se contrajo violentamente, sus pies latían a un ritmo rápido y entrecortado y después quedó inmóvil. La señorita Grendel se levantó y siguió moviéndose. Observé a Harper mientras bailaba, tratando de ver si estaba respirando.
No lo hacía. Te lo juro, no lo hacía, pero aún así se levantó. Estaba muerto, pero se levantó y bailó de nuevo. Me miró y sonrió con la sonrisa de el Hombre que Canta y Baila. Sus ojos estaban inyectados de sangre, de lo que se había colapsado en su cerebro. Vi rodar una lágrima roja por su mejilla.
Cerré mis ojos.
Harper no fue el único. Tal vez ni siquiera fue el primero. Los viejos y los enfermos fueron los primeros en morir. No importa la razón, agotamiento, paros cardíacos, hemorragias internos, murieron, y luego volvieron a levantarse para seguir bailando con una sonrisa.
Vi a Lizzie y a Sam. Había extraviado sus gafas. Sus ojos miraron alrededor, terriblemente conscientes. Miré su pierna y distinguí un trozo de hueso rasgando sus pantalones vaqueros. Había un rastro de sangre tras él y mientras giraba, manchaba a la gente que lo rodeaba. Pisó su pierna rota, la giró y saltó sobre ella al tiempo que marcaba el violín.
La noche pasó.
Recuerdo haber pisado algo en algún momento y me percaté de que acababa de aplastar la mano derecha de Miss Dempsey. Estaba tirada de espaldas en la pista de baile. La habían pisado una y otra vez. Hasta pude ver la huella de un hombre en su estómago. Aún así trataba de levantarse y seguir moviéndose.
El olor a sangre y sudor no me dejaba respirar. El aire era espeso y por todas partes se escuchaban gritos y gritos, pero nada que no pudieran acallar ni el violín, ni el canto del Hombre que Canta y Baila.
Entonces se detuvo. Bailé un paso más y me detuve. Miré hacia la plataforma. Todos lo hicimos, estirando nuestros cuellos hacia arriba. Estaba revisando su reloj de bolsillo.
—¡Muy bien, amigos! ¡Eso es todo por esta noche! El baile ha llegado a su fin y ha regresado la mañana. Pueden irse si son capaces de andar y deben andar rápido, porque el Hombre que Canta y Baila se va.
Nos quedamos allí, aturdidos, luego fuimos hacia la salida. Nadie corrió, porque no podían. Era un milagro que pudiéramos caminar. Sarah se adelantó a la izquierda, más yo me quedé atrás. Me di la vuelta y los vi, por lo menos veinte personas seguían de pie allí. Harper entre ellos. Todos sonreían con los ojos vacíos. Se quedaron donde estaban y no dieron señales de querer marcharse.
—Vamos ya, mi amigo. El Hombre que Canta y Baila tiene lo que quiere, pero estaría contento de agregarte a su colección si te demoras demasiado.
Lo miré y lo vi sonreír, le di la espalda y salí de la tienda. Cuando volví de mirar se había ido, junto con la gente que quedaba dentro.
Esa es la historia de lo que ocurrió. Los otros no dirán nada, fingirán que nada sucedió, no importan las veinte personas que desaparecieron aquella noche, incluida la esposa del gobernador. Prefieren no pensar en eso.
Sarah y yo llevamos a Sam al hospital en el siguiente condado, lejos de la gente que no sabía lo que había pasado. Tenían que amputarle la pierna. Sam era callado antes y lo fue mucho más después de eso, haciendo trabajos extraños que un hombre con una sola pierna podía hacer. Hoy en día no se mueve mucho; solo se sienta en su pórtico, con el bastón en su regazo, masajeando el muñón con su mano. Dice que le duele en las noches frías. Y las noches cálidas. Y las noches húmedas. Y en las noches secas.
Bill se fue e ingresó al ejército, permaneció el tiempo suficiente como para pelear en Vietnam y ganó un montón de condecoraciones. Regresó y se dedicó a beber y beber, si quieres encontrarlo, puedes buscarlo en el bar de Eddie Dixon. Sin embargo no importa que tan borracho esté, no hablará de esa noche.
Ninguno de nosotros vio demasiado a Sarah después. Se fue a la universidad, pero, al igual que Bill, volvió a Belle Carne. Es maestra en la escuela secundaria, da clases de inglés.
Yo me quedé aquí, trabajando en la ferretería. Estuve ahí por un tiempo, ahora no hago mucho. Simplemente me siento con Sam, hablamos a veces, aunque no con frecuencia. Si me quedo hasta tarde, si me quedo demasiado tiempo, veré que sus ojos cristalizan detrás de sus lentes de botella y se perderá en sí mismo, y lo escucharé tarareando el fragmento de una canción. Y entonces se me pondrá la piel de gallina y se me erizaran los pelos del cuerpo.
Mi pie comenzará a marcar un pequeño compás en el suelo de madera del pórtico y una enorme sonrisa se extenderá por el rostro de Sam. La sonrisa del Hombre que Canta y Baila.
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