Un día, el sol y el viento discutían como de costumbre por ver cual de ellos era el más poderoso. No se podía negar que ambos tenían un gran dominio en la Naturaleza, afectando a los seres vivos y su entorno de maneras increíbles. Pero también había que reconocer que los dos podían ser muy orgullosos.
Nunca se ponían de acuerdo cuando se trataba de elegir a alguien superior sobre el otro.
—Desde luego que soy yo el más poderoso entre nosotros —dijo el sol—, ¿no ves que cuando yo salgo todos los animales y los humanos también salen de sus casas? Si quisiera, incluso podría chamuscar la Tierra hasta secarla por completo, pues ya ves lo fuertes que son mis rayos.
—Sin embargo, basta con que yo infle mis mejillas y sople sobre ella para causar tornados y vendavales tan potentes, que puedan derribar todo lo que se encuentra a su paso. Incluso podría arrancar los árboles desde la raíz —dijo el viento—, soy el más poderoso y lo sabes.
Ambos prosiguieron con su discusión y como otra vez no llegaban a un acuerdo, concluyeron que tendrían que buscar la manera de demostrar sus habilidades.
En ese momento vieron a un granjero que salía de su casa para trabajar en el campo y el sol tuvo una idea.
—El primero que logre hacer que ese granjero se quite el abrigo —dijo—, será considerado como el más poderoso.
—¡Estupendo! —exclamó el viento con entusiasmo.
De un instante a otro se puso a soplar y a soplar sin clemencia, tan fuerte, que todas las copas de los árboles comenzaron a balancearse y las hojas en el suelo se pusieron a levitar.
Sopló en dirección al granjero para hacer que se le cayera el abrigo de los hombros, pero este sin inmutarse, solo se alzó el cuello y continuó trabajando. Decepcionado por su trabajo, se ocultó el viento en un rincón dejando que el sol resplandeciera con toda su fuerza.
Este se asomó desde atrás de una nube y bañó el campo con todo el calor de sus rayos. Entonces todos los animales salieron de sus madrigueras, al sentir la serenidad que ahora se había adueñado de los alrededores.
La zorra salió de debajo de un árbol a disfrutar del calor, al igual que los pájaros y los conejos.
Viendo el buen día de pronto estaba haciendo, el granjero dejó escapar un suspiro de alivio y sin más, se desprendió de su abrigo para seguir trabajando, mientras el viento lo miraba con estupor.
—Ya ves, a veces la dulzura hace más que la fuerza —le dijo el sol con una sonrisa—, quizá yo no pueda soplar tan fuerte como tú, pero no lo necesito si puedo consentir con mi calor a todas las criaturas vivientes.
Desde ese día, el viento nunca más volvió a hacer alarde de sus habilidades ante él, pues había aprendido la lección: no somos más poderosos por aquello de lo que presumimos, sino por lo que efectivamente podemos hacer.
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