Cuánta razón tenía Ángel, ahora es que comprendía su preocupación, pero sus intenciones nunca fueron malas, era el único centro psiquiátrico de la ciudad y pensó en mi cuando supo de su existencia.
Un sin fin de brutalidades han desfilado frente a mis ojos desde mi llegada ¿Por dónde empezar?
Los enfermos están en pésimas condiciones, son golpeados constantemente por el personal que labora aquí, mayormente por los enfermeros. Muchos de estos pacientes están desnudos, y los que tienen prendas, son andrajosos harapos; la explicación de mi jefe es la falta de apoyo gubernamental. Todos los enfermos lucen sucios, no son aseados con frecuencia, (solo cuando en rara ocasión algún pariente se acerca y se les “presta” a los enfermos un juego limpio de ropa para evitar el reclamo de los familiares). Una manguera de presión que dispara chorros de agua fría se encarga de lavar sus descarnados cuerpos. La mala alimentación los ha hecho perder la poca grasa corporal que ya algunos aquejaban, he sorprendido a más de uno ingiriendo insectos y lombrices extraídas de la tierra.
Como les he comentado, la visita a los enfermos es casi nula, solo he presenciado dos, y cuando estos llegan tienen que hacerlo con previo aviso. Esto para maquillar los descuidos sobre el paciente, la visita se realiza en un cuarto que se encuentra en un área alejada de los horrores del sanatorio. Sospecho que la gente sabe que sucede, no son tontos, simplemente no les importa, ven a todos estos locos como gente sin posible compostura y reinserción social. Probablemente el Doctor Bahía tiene que ver en esto, en el silencio de los que visitan el hospital. La influencia de este personaje en la ciudad es impresionante.
La mayoría de los enfermos mentales eran gente sin hogar, muchos que vagaban por las calles de Barbacena, (eso explica la inasistencia familiar) también influye el hecho de que el alcalde buscaba limpiar las calles de Minas Gerias, los locos callejeros de la ciudad y de todo el Estado terminaban aquí.
Ha habido cosas que me han impresionado mucho. En una ocasión, un enfermo que padecía diabetes y al que conocían como “Matildo” fue a caer en una zanja dentro del patio del instituto. Sufrió una herida en la pantorrilla que no cerraba por su enfermedad.
Me encontraba con el Doctor Bahía, revisábamos los ingresos de pacientes de ese año cuando una enfermera robusta entró a su oficina y le solicitó su presencia en la sala de enfermería. Me pidió Bahía que lo acompañara. La sección de la enfermería del hospital estaba muy deteriorada, no tenían ni los productos básicos para limpiar y desinfectar heridas. Una vez que llegamos apreciamos a Matildo sentado sobre una camilla, de su cortada brotaba el líquido espeso del pus, pequeños puntos amarillentos ya caían sobre el suelo de la enfermería. Brener observaba la situación, se agachaba para ver la herida infectada de Matildo, se enderezaba y colocaba sus manos sobre la espalda baja, como meditando los hechos; buscaba la mirada de todos los ahí presentes, después dirigiéndose a la enfermera que le buscó en su oficina, le ordenó que cortara inmediatamente la pierna del paciente.
La enfermera no titubeó, intenté salir del cuarto pero la atenazante mano de Brener sobre mi brazo me impedía moverme del lugar, me sugirió quedarme para “desensibilizarme”.
Dos fuertes enfermeros (uno de ellos Hélio) inmovilizaban a un confundido Matildo, acto seguido la robusta enfermera se ponía en cuclillas y con segueta oxidada en mano empezaba a serruchar a diez centímetros por encima de la herida del loco; los gritos de Matildo retumbaban en los cristales del cuarto, sus lágrimas rodaban rápidamente por sus mejillas, el traje blanco de la enfermera mostraba salpicaduras de sangre fresca, sentía que el estómago se me revolvía.
Matildo terminaba extenuado y pálido, había perdido mucha sangre pero sobrevivió, las condiciones para él ahora eran complicadas, siempre me lo encontraba arrastrándose por el asqueroso piso del hospital.
La indignación que ese día experimenté me hizo plantarme enfrente del Doctor Brener, le escupí palabras fuertes reprochándole sus actividades, lo que me dijo fue determinante, con toda tranquilidad y frialdad, me expresó:
“Comprendo su ética profesional mi muy querido Doctor Vázquez, pero le recuerdo que usted firmó bajo compromiso de acoplarse a la forma de trabajo en este instituto, sé que nuestros métodos no le son bien recibidos, y comprendo se quiera marchar y denunciar los hechos aquí atestiguados, pero le diré algo: Si usted se larga o intenta reportar las actividades del hospital, me encargaré personalmente de que lo deporten y regrese a los estragos de su guerra civil. Créame, los intereses de este sanatorio son velados por gente muy importante de esta nación, no haga ni una estupidez, solo obedezca y podrá vivir tranquilamente en nuestro suelo”
Brener Bahía parecía siempre estar al pendiente de todo, me tenía en sus manos, si él deseaba apretar sus puños, podría aplastarme como a un insecto.
A partir de esos funestos sucesos mis funciones se iban aislando más a un sector administrativo, a veces no tenía conocimiento de lo que realmente sucedía con los pacientes. Hubo un tiempo en que los enfermos estaban demasiado inquietos, gritaban, se golpeaban, y reían incesantemente, esto molestaba a Bahía, ya los medicamentos estaban caducos y no mantenía dopados a los locos. Hélio se encargaba de someter a los pacientes más inquietos, eran llevados a una especie de calabozo, solo tenía un resquicio rectangular en donde podían respirar, el espacio era demasiado pequeño que tenían que permanecer de pie dentro del cuarto de castigo, a veces eran encerrados hasta por tres días y sin recibir alimentos, solo agua sucia.
Pero ni el calabozo se daba abasto con tanto loco desenfrenado en el sanatorio. El Doctor Bahía pensó en una solución más pronta para la cual requirió mi ayuda. Primero drogaban al enfermo al grado de dejarlo inconsciente, acto seguido era llevado a un cuarto de operaciones en desuso y con muy poca iluminación. Se le recostaba en una cama y Bahía aplicaba sobre el paciente el método Freeman; con un picahielos y un mazo de caucho martilleaba el picahielos en el cráneo apenas sobre el conducto lacrimal y lo movía hasta cortar las conexiones entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. Aplicaba lobotomías a todos los locos “violentos”. En poco tiempo teníamos hordas de verdaderos zombies caminando en las instalaciones del Berbecena.
Las cosas estaban realmente fuera de control, mi salud mental sentía que se mermaba. Mi silencio y manejo de voluntad hacían de mi existir un martirio, para empeorar las cosas Ángel había regresado a España en busca de su esposa quien había escapado del ejército de Franco, se dedicaba a prestar servicios médicos para su ejército, y había logrado eludirlos, semanas después me enteré que ambos murieron asesinados a tiros cuando embarcaban de vuelta a Brasil en el Puerto de Carboneras.
Nuevos pacientes llegaban al sanatorio. Me tocaba revisar los expedientes clínicos de estos. Uno de ellos llamó poderosamente mi atención, según la información de su expediente padecía del síndrome de Cotard (enfermedad que hace creer a la persona estar muerta en vida), una rarísima enfermedad que me motivó para examinar personalmente al paciente.
Escabulléndome de Bahía logré ubicar al hombre. Se encontraba rodeado de otros locos que lo picaban con dedos índices, él se defendía dándoles manotazos. Había sido despojado de sus ropas, solo conservaba sus interiores. Cuando me acerqué a él, trató de evitar mi mirada, se alejaba de mí; intenté darle seguimiento a su problema. Jamás respondía a las preguntas que le hacía, nunca vi en el síntoma de locura o padecimiento psicológico adverso, el pobre sujeto solo era mudo, y había ido a parar a esta sucursal del infierno.
Y así encontré muchos más, gente que no debía estar aquí cayó en este campo de concentración brasileño. Autistas, sordomudos, gente con síndrome de down entre otros llegaban día a día al sanatorio. La capacidad del instituto así como la comida era insuficiente. El doctor Bahía empezaba a eliminar a los más viejos y de menos importancia para él. Con algunos otros experimentaba nuevas formas de lobotomía, la mayoría fallecía en el instante. Escapé de un régimen, para formar parte de otro.
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