En la Ciudad de México habitaba un buen sacerdote, cuya casa parroquial era atendida por una vieja ama de llaves. La mujer, mezquina y maleducada, solía aprovecharse de la buena disposición del cura para que todo se hiciera según ella lo mandaba. Y si bien el clérigo le tenía paciencia, por ser una persona sumamente espiritual, esa no era visto con buenos ojos por su amigo el herrero.
—¿Por qué no despides a esa mujer? —le decía siempre— ¿No ves que solo te está trayendo problemas? Esta casa, más que tuya, parece pertenecerle a ella por la forma en como se maneja.
Pero el sacerdote lo tranquilizaba diciéndole que no tenía importancia y las cosas seguían como siempre. Y el herrero, malhumorado y suspirando, regresaba.a su propio hogar.
Una noche fue despertado por alguien que tocaba insistentemente la puerta. Se levantó cansado y al ir a abrir, se topó con dos indios sonrientes que llevaban consigo a una mula. Algo en las expresiones de los desconocidos le inspiraba desconfianza.
—Buenas noche, don herrero. ¿Usted nos puede hacer el favor de herrar a esta mala mula?
—¿Ahora?
—Le pagaremos muy bien si hace un trabajo impecable. Además, la mula es del señor cura, que nos envió con usted porque él tuvo que salir de viaje esta misma noche.
Negándose a dejar de hacerle aquel favor a su amigo, el herrero aceptó por fin el trabajo. Sacó sus herramientas y comenzó a calentar las herraduras al rojo vivo, ante la mirada nerviosa del animal, que se resistía a ser herrado. Sin embargo lo logró, ocasionando una risa malsana en los indios que le desconcertó por completo.
—Muchas gracias por sus servicios, buen hombre. ¡Hasta otra! —se despidieron, no sin antes dejarle el pago pactado.
A la mañana siguiente se dirigió rumbo a la casa parroquial para preguntar por su amigo el cura, ya que había algo en el encuentro de la noche anterior que no lo había dejado dormir. Tocó varias veces a la puerta, sin que nadie le abriera hasta que luego de mucho insistir fue a abrirle el capellán, un muchacho somnoliento que por su apariencia, acababa de despertar.
—¿Qué pasa que tocan así?
—Disculpa joven, pero vengo a preguntar por la mula que llevaron anoche para que la errara. Como me avisaron que mi amigo se había ido de viaje, y pensé que…
—¿Su amigo el sacerdote? ¡Pero si él sigue aquí! No se fue de viaje a ningún sitio. Y además, aquí no tenemos ninguna mula.
—¿Cómo no? ¡Si dos indios fueron a que la herrara anoche, de su parte!
Por un momento, el herrero y el capellán conversaron, desconcertados por lo sucedido. Entonces el capellán llegó a la conclusión de que el pobre herrero había sido víctima de una broma muy extraña.
—Me temo que a usted le han visto la cara, pero si no me cree, pase y compruebe por sí mismo que aquí no tenemos a ninguna mula.
El herrero entró en la casa y el capellán se dirigió a la habitación del ama de llaves, para preguntarle si ella sabía algo sobre el incidente. Grande fue la sorpresa de ambos al ver a la mujer muerta en el piso, con herraduras ensangrentadas en sus manos y pies. Un escalofrío los recorrió a ambos de pies a cabeza, mientras se preguntaban como era posible.
La desdichada había cometido demasiados pecados sin castigo, por lo que aquella noche, dos demonios se habían transformado en indios y a ella en mula para llevarla donde el herrero. Sin saberlo, había sido él quien terminó castigándola por su egoísta comportamiento.
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