Por las calles de la ciudad ecuatoriana de Cuenca, vaga un espíritu que aterroriza y atormenta a sus habitantes. Dicen que es tan espeluznante, que su sola visión podría provocarte la muerte: se trata del cura sin cabeza.
Este hombre se encuentra condenado a vagar por el resto de la eternidad, a causa de lo mal que se comportó en vida.
Muchos años atrás, cuando el sacerdote vivía, se cuenta que era un hombre escandaloso y lujurioso; todo lo contrario a lo que debería ser un servidor de la Iglesia. Lo que más le gustaba era salir con las mujeres del pueblo, fueran solteras o casadas. Tenía una preferencia particular por las jovencitas, a quienes sin ningún decoro cortejaba.
Esto desde luego que no gustó a gran parte de las familias cuencas. Padres, esposos o novios iban a reclamarle constantemente, disgustados por el hecho de que rompiera sus familias o compromisos.
Ganas no les faltaban de moler a golpes al cura, pero como todos eran muy respetuosos de los hábitos, tenían que contenerse de lastimarlo.
Muchos intentaron hacer que fuera removido de la casa parroquial. Lamentablemente, al mantener una amistad muy fuerte con las autoridades eclesiásticas, el padre consiguió quedarse donde estaba.
La gente, descontenta, acudía los domingos a escuchar misa por obligación y se iba a disgusto por la hipocresía del religioso.
Así pasaron los años y llegó el día en el que sacerdote murió, para gran alivio de los lugareños. Nadie acudió a su entierro. En el camposanto, el sepulturero se encargó de cavar la fosa para el ataúd, ansioso por marcharse a casa. En un momento dado, al estar bajando el féretro sin ayuda de nadie, este se precipitó bajo tierra violentamente y la tapa se abrió revelando el cuerpo del difunto.
El pobre hombre casi se muere del susto al verlo. Rápidamente dejó lo que estaba haciendo y corrió a una taberna cercana.
Dentro los clientes se mostraban de buen humor; sobre todo al saber que ya no tendrían que lidiar con el mal comportamiento del párroco. Ahí fue cuando el sepulturero los sorprendió, pálido y asustado.
—¡Jesús, María y José! ¡Lo que he visto! ¡Lo que he visto!
—Cálmate, dinos que te sucede…
—¡Acabo de ver al difunto en su ataúd! Estaba enterrando la caja cuando se abrió la tapa.
—Y bueno amigo mío, creíamos que ya estarías acostumbrado a ver este tipo de cosas en tu trabajo…
—Difuntos, claro que sí. ¡Pero nunca a ninguno al que le faltara la cabeza!
Asombrados, los presentes se dirigieron al cementerio con él para comprobar que efectivamente, al cura le faltaba la cabeza. Y al enterrador le constaba que durante el velatorio; en el que solamente él había estado, más para vigilar que por voluntad propia, el cuerpo estaba completo.
Las personas dejaron salir exclamaciones de sorpresa y miedo. Alguien se santiguó y dijo algo que a todos les heló la sangre:
—Bendito sea el Señor. Seguramente fue el demonio el que se llevó su cabeza al infierno.
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