Cuentos de Terror de México Historias Reales de Horror

LA NOCHE DE LOS TRUENOS.

«Están haciéndolo de nuevo. »

Pensó mientras iba subiendo las escaleras corriendo y brincando tres peldaños a la vez. A través de la malla protectora podía ver las pocas luces que continuaban prendidas abajo en la plaza, frente a la catedral. Hasta ese momento no se había preguntado por qué…

Otro trueno irrumpió en el silencio de la noche. Hubo otros gritos, aunque estos no parecían de júbilo; sonaban como auténticos gritos de terror.

«Malditos chicos estúpidos, en medio de una tormenta, ¿cómo mierda se les ocurre hacer eso justo ahora? ¡Pero ya verán cuando los agarre, ya verán esos malditos! »

Corría sin pensar en la posibilidad de caer y hacerse daño, no le importaba eso ahora que el haz de luz proveniente de su linterna iluminaba los escalones escarlata que llevaban a la azotea de la torre. Ahí donde había sorprendido a aquellos chiquillos la semana pasada fumando sendos porros de mariguana que se habían rehusado a entregar. Los muy hijos de puta le habían pegado una fuerte patada en la espinilla que lo hizo cojear por gran parte de la semana y le imposibilitó su trabajo: cuidar que nadie subiera hasta el último piso.

«¡Los malditos siempre hayan la forma de meterse donde nadie les llama! ¡Pero ya verán cuando…! »

–¡AAHHH!

Aquel trueno había sonado justo encima de su cabeza y había visto por el rabillo del ojo cómo los cristales de las ventanas vibraban bajo el estruendo de aquella tormenta. Incluso el metal de la estructura de la escalera…

«Lo que faltaba… –pensó mientras hacía un esfuerzo por remitir el miedo y el aturdimiento para poder continuar subiendo… pero la idea no le gradaba mucho–. ¡Está mierda es de metal! »

Comenzó a imaginarse las noticias sobre aquel suceso:

Mueren alcanzados por un rayo, guardia de seguridad y jóvenes en la Torre Legislativa.

Esta mañana han sido encontrados los cuerpos sin vida de un trabajador, y varios jóvenes que se habían reunido para beber y consumir drogas, en la azotea de la Torre Legislativa, anteriormente conocida como el Hotel Fairmont, luego de que un rayo los alcanzaban mientras el guardia de seguridad cumplía con su trabajo de sacar a los jóvenes desorientados por el…

Otro trueno lo sacó de su ensimismamiento. Éste había sonado el doble de fuerte que el anterior, haciendo que el edificio vibrara y los metales y cristales crujieran de forma amenazadora. Arnulfo dio un respingo y se resignó a terminar su ascenso, bajar a aquellos cabrones e ir a un lugar donde un rayo no le matara aquella noche.

Había puesto un pie en el último peldaño cuando un frío y feroz viento lo lanzó de cara contra el suelo. Sintió el gusto amargo del hierro y un punzante y desagradable dolor en la dentadura.

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«¡Lo que faltaba! »

Se puso en cuatro patas. El vendaval blandía y azotaba su ropa como si se tratase de un látigo, mientras le movía el poco cabello que le quedaba en todas direcciones. Cuando alzó la vista para buscar a los chicos, que seguramente estarían cagándose de risa, a pesar de hallarse en una situación como aquella (Arnulfo se sintió celoso de aquella cualidad en los jóvenes de que aquellos momentos le importará tan poco), pero no vió a nadie. Nadie salvo una diminuta mancha negra, la que identificó como su kepí, alejándose hacía la oscuridad de aquel cielo sin nubes ni estrellas.

El mundo se volvió de un cegador blanco y un trueno cien veces más fuerte que cualquiera de los que había escuchado esa noche lo hizo orinarse en los pantalones. Fue gateando hasta la seguridad que ofrecía aquella pared curveada, sentía las lágrimas que empezaban a correr por sus mejillas picadas por la varicela, el acné y los barros enterrados.

Quizá ya se había dado cuento cuando cayó al suelo y se le rompieron los dientes delanteros, pero hasta entonces no le había prestado atención a aquel murmullo que sobresalía débilmente sobre el rugido del viento. Se retiró, gateando de espaldas, y observó hacia el techo de aquella especie de observatorio o cúpula, o lo que mierdas fuera, y se quedó paralizado.

Allá arriba podía la silueta de varias personas, todas ellas con unas largas y desgastadas túnicas de color azabache, recortadas contra la prominente figura de un huracán negro y gris, cuyo ojo estaba escupiendo (en ese momento) plateados relámpagos seguidos de potentes estallidos. Todos ellos estaban con las manos alzadas hacia el cielo, mientras los rayos caían en el centro del círculo (según se había aventurado a deducir Arnulfo). Una de las personas se movió y giró la cabeza para mirar a Arnulfo, quién sintió un fuerte dolor en el pecho.

«¡Me ha visto! ¡Me ha visto! »

Pero parecía que la presencia del escuálido guardia de seguridad no le importaba a aquellas personas, pues nadie más se había dignado a prestarle la mínima atención después de aquello. Siguieron concentrados en… en lo que estuvieran haciendo.

Arnulfo comenzó a distinguir las voces que entonaban al unísono algunas estupideces ininteligibles.

–Vi kaller du å stige! Vi, tjenere av sjel, blod og begjær, ringer du til å stige over! Stå op, oppstår nå Ugnet Ino Ugneteno!

 

Entonces, sin previo aviso, la noche se iluminó y tornó blanca; la tierra tembló con gran violencia y el aire se llenó de escombros que lo surcaban produciendo un agudo silbido. A sus pies, el suelo se desplazó con gran velocidad para luego resquebrajarse y extenderse con ímpetu. Las ventanas estallaron desde la planta superior hasta las puertas del recibidor; la escalera roja de metal se dobló produciendo un armonioso sonido que fue recibido con un espléndido contrapunto cuando los pedazos de cemento comenzaron a caerle encima.

Volvió a escuchar aquel lamento desgarrador mientras avanzaba por el aire.

«Estoy volando –pensó mientras a su lado una figura encapuchada, y envuelta en llamas, pasaba emitiendo un desagradable chillido. »

Abajo en la plaza, los árboles se doblaron cuando los escombros los impactaron. Del quiosco no quedaba rastro. Una gruesa nube, como de tormenta en el desierto, comenzó a cubrirlo todo. Lo último que supo con certeza fue que estaba cayendo de una altura de veinte pisos y se acercaba más y más al suelo.

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Jonathan Moreno

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