Muy Cortos

Las apariencias engañan

Abordó al niño mientras este deambulaba por la plaza principal, solo. Iba vestido de manera llamativa, con una campera roja y gorra del mismo color. Era sumamente pequeño, no tendría más de siete u ocho años. Rubio y de mirada inocente. Definitivamente sería delicioso tomarlo.

—¿Cómo te llamas?

—Henry.

Di Laurentis sonrió, ocultando sus perversas intenciones detrás de aquel gesto estudiado. Era un pervertido de mierda. Siempre frecuentaba sitios concurridos como parques o centros comerciales, a la caza de algún pequeño que pudiera llevarse a casa para satisfacer sus más bajos instintos. Nunca nadie lo había atrapado; al menos no desde que contaba con veintitrés años.

Y es que en ese entonces era una lacra sin experiencia, que acosaba a niños a la salida de las escuelas. Pero uno aprendía con el tiempo a cuidarse las espaldas y cubrir sus huellas. Vaya si lo sabía.

—¿Estás perdido?

El niño asintió asustado.

—Quiero ver a mi mamá —musitó, con su voz infantil.

—De acuerdo —Di Laurentis le ofreció la mano—, vamos a buscarla.

El pequeño la tomó y juntos se perdieron entre el gentío.

—Vamos a mi casa y desde ahí podrás llamarla, ¿te parece?

—No me sé el teléfono de casa.

—Entonces te ayudaré a buscarlo.

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Subieron los dos al auto de Di Laurentis y este aceleró. Fue muy fácil. Demasiado fácil.

o O o

Un par de días después, la policía sacaba en bolsas de basura los restos de aquel pederasta que había sabido mantener su perfil bien oculto. El desagraciado había sido apuñalado sin piedad en su propio apartamento, sin que ninguno de los vecinos pudiera escuchar sus alaridos. Lo habían atado y amordazado en su propia cama, haciendo uso de las corbatas que guardaba en el armario.

Su cadáver había sido destazado dejando una escena tan grotesca, que varios oficiales habían tenido que salir del lugar para devolver el estómago.

Ante los ojos impresionados del resto de los inquilinos del edificio, el asesino era conducido a una patrulla en las afueras, sin oponer resistencia. Era un niño vestido de rojo. O al menos lo parecía. Cuando uno miraba de cerca, se daba cuenta de que aquel hombre solo parecía un infante, pues sin la gorra que cubría su cabeza era más evidente la calvicie de la que padecía.

Obviamente, el criminal se había aprovechado de la condición que poseía para engañar a Di Laurentis: era un enano adulto.

El oficial de policía a cargo de la investigación le echó una mirada enigmática al subirlo a la patrulla.

—¿Por qué? —le preguntó, al verlo tan calmado.

El enano lo miró sin expresión alguna en el rostro.

—Mi sobrino —respondió—, tenía solo seis años, ¿sabe? Ese malnacido me las debía.

El agente suspiró y puso la patrulla en marcha. Lo cierto era que, a pesar del horror del crimen, realmente no podía culpar a ese hombre al hacer justicia por su propia mano. Nadie podría.

Algunos monstruos merecían más comprensión que la gente de la sociedad. Las apariencias engañaban.

Las apariencias engañan 1

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Acerca del autor

Erika GC

Apasionada por contar historias, me gustan los buenos libros y pasarme tardes enteras en Netflix. El cine y la literatura son la mejor combinación para mí.

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