Muy Cortos

Los gatos de doña Martina

Si existe una criatura cautivante, hipnótica, ese es el gato, no solo por su belleza, sino también por su independencia. No tiene caso intentar que te obedezca a hacer algo cuando ese algo no está en sus planes, lo que no significa que deje de ser un compañero muy cariñoso y verdaderamente leal.

Se sabía que doña Martina, una anciana viuda desde hace años, muy tierna y muy querida en todo el barrio, sentía debilidad y devoción hacia los gatos. No importaba si estaban sucios, enfermos, con crías o famélicos: gato que veía abandonado en la calle, gato que se llevaba a su casa. Es así como llegó a tener 66 gatos y gatas de todas las edades, tamaños y colores. Quienes la saludaban desde la vereda cuando ella regaba las plantas de su patio, contemplaban siempre la misma increíble escena: decenas de gatos rodeándola a cada paso que daba con ayuda de su bastón, frotando tiernamente sus cabezas contra las piernas de Martina, todos maullando y mirándola, como cuidándola…

Era conocida además su devoción hacia un antiguo y casi desconocido santo, “San Jorge, el justo”, originario de su pueblo natal. Pero también era sabida su delicada situación económica, por una deuda que contrajo su marido don Mario con el municipio, y que ella nunca pudo terminar de saldar desde que quedó viuda, por lo que le quitaron casi todo lo poco que le quedaba, salvo su precaria vivienda y su viejo galpón del fondo de su patio. Así y todo, el miserable municipio no dejaba de acosarla de tanto en tanto.

Norris, un inspector municipal de unos 40 años de edad, golpeó sus manos en la entrada de la casa de doña Martina, un mediodía de mucho calor.

– ¡Buenos días joven! Adelante, ¿quiere pasar?

– Buen día doña Martina, sí, gracias.

– Pase, pase joven… ¿Le sirvo una tacita de té? – En ese momento, la anciana tocó un medallón negro que colgaba siempre de su cuello. – Gracias a mi “San Jorge” pude conseguir té y una garrafa hace cuatro días… Escuche, escuche a mis angelitos…

– Moaaaoooooh… – se sintió desde afuera de la casa.

– ¿No tiene un vaso de agua fría mejor? Disculpe, pero con este calor…

– Me va a tener que perdonaaar joven… pero hasta que no me ponga al día con la deuda del almacén, no me vuelven a fiar hielo… Usted sabe las penurias que estoy pasando con esta pobreeeza… Y para colmo la señora…

– Eeem, disculpe Martina, yo vine por…

– … escuche, escuche esto, le suplico… La señora Carmen es la mujer de don Miguel, el almacenero que desapareció del barrio la semana pasada… ¿Usted sabía que desapareció?… Dicen las malas lenguas que se fue con otra mujer… – seguía ella.

Norris parecía estar perdiendo su paciencia, después de todo no vino a escuchar las penurias de una pobre anciana ni los chismes del barrio, sino a ver qué podía sacarle por la deuda no saldada.

– No, cómo voy a saberlo si no vivo en el barrio.

– Aaah perdone usted, me había olvidado de que vive en la ciudad… Como le decía, la señora Carmen tampoco es generosa conmiiigo… es igual que don Miguel y ella tampoco me quiere ayudaaar…

– A ver doña Martina, vayamos al grano… Usted sabe para qué vengo…

– Síiiii joven lo séee… Le suplico que tenga piedad de míii, soy una mujer sola y en desgraaacia…

– Mire señora, yo hago lo que me pide la municipalidad; me dicen que esta vez, sí o sí, algo de valor tiene que darme, usted ya sabe.

En medio de lágrimas, la anciana respondió:

– No se preocuuupe joven, yo lo entiendo. Si es tan amable, acompáñeme al galponcito del fondo para buscar algo de valor. Como verá, acá en la casa hay solamente cosas viejas que no valen naada… mi mesa de madeera, mis sillas rootas, mi calentadoor, mi…

– Está bien, está bien, vamos que tengo que ir a otros lados.

Fueron hasta el viejo galpón, y una vez dentro, doña Martina cerró la gruesa puerta de madera con un candado enorme.

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– Pero, ¿qué hace? – preguntó Norris.

La anciana comenzó a tocar nuevamente su medallón, y dos hermosos gatos aparecieron de entre los viejos cacharros y cosas del galpón; los felinos empezaron a acariciar sus cabezas contra las piernas de ella.

– Muaauh.

– Mire a dos de mis áaangeles… “Lalo” y “Maya”. ¿Usted cree en los ángeles joven?… ¿Cree en los santos?…

– Vamos señora, que estoy apurado – dijo Norris mientras empezaba a mirar qué se podía llevar, cuando al pasar la vista por uno de los rincones quedó helado del asombro al ver un esqueleto humano desparramado en el piso. – Pero… ¿qué es…

– Consejo de anciana, joven: debería creer. ¡Ah!, ese que ve ahí es don Miguel el almacenero, que vino a cobrarme la deuda a mi casa, y ¿sabe usted que se puso violento y que me amenazó?… Pero San Jorge hizo que mis ángeles me defiendan, ¿sabía?

– Por Dios… vieja chiflada…

– Y ese otro que ve allá – señalándole otro esqueleto desarmado – es mi marido don Mario… Él tampoco era bueno conmiiigo, ¿sabía? Me gritaaba, me maltrataaaba…

– Abra… ábrame la puerta… ¡Abra la maldita puerta!

En ese instante, la anciana volvió a tocar su amuleto, pero con más ahínco, e inmediatamente los ojos de los dos gatos se iluminaron, quienes saltaron hacia los pies de Norris, uno sobre cada pie, y clavaron furiosamente sus dientes en la parte del tendón de Aquiles, arrancándole trozos de carne y devorándolos, como con una fuerza sobrenatural.

– ¡Pero qué diabl… AAAAAHHH!!… ¡quítemelos!… ¡quítemelooos!!… gritaba el inspector, cayendo al piso vencido por el dolor.

– Todavía no puede irse joven, tiene que tomarse su tacita de té… Ya vuelvo.

Mientras doña Martina abría el candado para salir, empezaba a oírse un potente y aterrador sonido:

– MOAAAAAOOOOOOOOHH…

Proveniente de decenas de gatos que empezaban a salir de cada rincón del galpón, todos con ojos luminosos, todos abalanzándose sobre Norris, no dándole tiempo a ponerse de pie o tratar de defenderse, y mordiéndolo salvajemente en toda su humanidad, en una escena verdaderamente dantesca.

– ¡AAAAAAAAAGGGHH!!…

La anciana volvía al rato con la taza de té.

– Hora de tomar mi tecito rodeada de mis ángeles amados… ya deben haber comido – decía.

Entró al galpón y vio los huesos de Norris desparramados en el suelo, pero no se veía a ninguno de sus “ángeles”… ya se habían escondido.

– Mis angeliiitos… mis ángeles siempre me cuidan – dijo con lágrimas de emoción, mientras la “horda” imparable de gatos volvía a salir de los rincones, maullando enérgicamente y con sus hocicos manchados de sangre, para frotar cariñosamente sus cabezas contra las frágiles piernas de doña Martina.

Los gatos de doña Martina 1

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