En una región rural, las lluvias azotaban con toda su fuerza a los campesinos que vivían en sus humildes casas de madera a orillas del río. Las mismas se precipitaron de una forma tan terrible, que provocaron una inmensa inundación que arrasó con todo lo que había a su paso.
Los cultivos se perdieron, muchos animales se ahogaron y lo que fue peor, las casas de la gente quedaron reducidas a nada.
Cuando el desastre pasó y los aldeanos empezaron a organizarse para reconstruir el pueblo, uno de los campesinos regresó a los escombros de su vivienda para ver si quedaba algo que pudiera rescatar.
Al levantar las tablas destruidas de la casa, se encontró una joya valiosísima que había sido enterrada muchos años atrás en el terreno. Lleno de alegría, el hombre se fue a la ciudad a venderla y ganó mucho dinero. Con esa cantidad pudo reconstruir su hogar y el de sus vecinos, y lo que le sobró se lo entregó a un niño pobre que se había quedado huérfano durante la inundación.
Más adelante existía otra aldea que también había sido arrasada por el agua. Mientras el río se desbordaba, un campesino se aferró a un tronco que flotaba entre la turbulencia. A su lado pasó hombre arrastrado por la marea, que desesperado le pidió socorro.
«Si este se sube al tronco conmigo, puede que se hunda y entonces sí me voy a morir», pensó el campesino egoístamente.
Así que se negó a ayudarlo.
Así pasó el tiempo y ambas aldeas volvieron a ser reconstruidas. Años después la guerra se desató y todos los hombres de la región tuvieron que enlistarse en el ejército. El campesino justo y el mezquino lo hicieron.
Al estar en batalla, el primero fue herido de gravedad y trasladado al hospital. Allí fue reconocido por un joven doctor, que acababa de incorporarse al servicio médico.
Era el niño huérfano al que había ayudado años atrás.
El doctor se puso muy feliz de encontrarse con su benefactor y se dedicó a cuidar de él con todo su amor y agradecimiento. Gracias a sus atenciones, el campesino pudo recuperarse satisfactoriamente y fue enviado a casa con todos los honores.
En la aldea también lo recibieron con gran alegría, pues sus vecinos no olvidaban como los había ayudado después de la terrible inundación.
Cosa contraria pasó con el otro campesino egoísta.
Resultó ser que el hombre al que se había negado a ayudar tiempo atrás, había sobrevivido y se había transformado en capitán de su pelotón de batalla. Lleno de rencor lo envío a pelear en el frente y aunque el campesino le suplicó de rodillas que no fuera tan cruel con él, no le escuchó.
—¿Por qué habría de preocuparme tu vida, cuando a ti no te importó la mía mientras era arrastrado por el río? —le replicó fríamente.
El campesino pues fue obligado a pelear y murió al ser herido casi de inmediato por las líneas enemigas. Su egoísmo había sido castigado.
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