La niña se despierta en mitad de la noche y llama a su madre. La mujer acude a su habitación sin encender las luces del pasillo, toda ella arrebujada en su bata de dormir y sus pantuflas emitiendo ruido, al frotarse contra la alfombre del dormitorio. Está en cierto modo, acostumbrada a esa extraña rutina que solo quienes tienen hijos pequeños en casa pueden entender.
Lo malo de ser un niño es que no puedes diferenciar la realidad de las pesadillas.
—Ese hombre malo estaba mirándome de nuevo —chilla la pequeña, asomando su cabeza rubia por debajo de las sábanas.
La madre mira hacia el ventanal con paciencia. La calle desierta en la que viven le devuelve la mirada, flanqueada por casas exactamente iguales, de jardines bien cuidados y buzones pintados de colores vivos. Entonces se asegura de que el pestillo esté bien puesto y corre las cortinas.
—No hay nadie en la ventana, cariño —le dice a su hija con tranquilidad—, ninguno de los vecinos se molestaría en asustarte a estas horas de la noche. Tienen que levantarse temprano para ir a trabajar. Igual que yo.
—No era ninguno de los vecinos. Tiene la cara muy pálida y los ojos completamente negros. Solamente tiene los ojos…
La mujer exhala un suspiro.
—Pues me voy a quedar aquí contigo hasta que te duermas y me aseguraré de que no venga nadie. ¿Estás de acuerdo?
La niñita no tarda en volver a sumirse en un sueño profundo, mientras la madre la vigila cabeceando desde un rincón. No habrá más sobresaltos hasta la noche siguiente, pero ya está acostumbrada a lidiar con su activa imaginación…
—¿Eso era lo que te decía mamá? ¿Qué te lo imaginabas? —de espaldas a la ventana y acostado en su respectiva cama, la niña de cabellos castaños cuestiona a su hermana mayor, con los ojos abiertos de asombro.
La ve asentir con la cabeza. Ya tiene doce años, le gusta peinar su cabellera rubia en una cola de caballo alta y jugar béisbol los sábados por la mañana; casi tanto como contarle historias. Y a Melanie le fascinan, aunque a veces tampoco la dejan dormir.
—Ya sabes como son los adultos, nunca nos creen lo que les decimos.
—¿Y quién era ese hombre, Nancy?
—Ah, pues yo que sé. Algún fantasma.
—¿Y los fantasmas tienen los ojos negros?
—Ese sí y si te descuidas, seguro va a venir a llevarte. Por qué a ese le encantan las niñas pequeñas.
—¡Eso no es verdad! ¡Siempre quieres asustarme con tus cuentos!
Nancy sonríe, socarrona. Su mirada está puesta en su hermanita pero por el rabillo del ojo, no puede evitar escanear el condenado ventanal. De pronto, se da cuenta de que esa noche su madre olvidó correr las cortinas. La sonrisa se desvanece.
—Melanie.
—¿Qué?
La expresión de su hermana ha cambiado. Su rostro está tenso y tan impávido, que cuesta saber lo que está pensando.
—Duérmete ya. Y no mires hacia la ventana. Nunca te vuelvas a mirar.
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