Tenia trabajos pendientes, pero siempre llegaba a hacerlo todo en el tiempo estipulado. Nunca tarde, siempre a horario.
Digamos que, los que viven de oficios, por no perder algún cliente, dicen que si, aunque no alcancen. Y eso no ocurre por una falta de respeto, simplemente es algo que ocurre.
Cinco minutos pasaron desde que salió de una casa. Electricista no por naturaleza, sino por imposición (de su familia, para ganar plata). No le gusta lo que hace, siente un vacío inmenso cada vez que mira los grandes y descomunales edificios que emergen en la metrópoli, como la que él vive. Su sueño, ser ingeniero.
Suena su teléfono, corre su cinturón de herramientas y atiende. Es una señora, parece mayor, apenas se siente su voz.
– Hola, usted es electricista? hay un folleto en la tienda de la esquina con su número.
– Si señora, necesita algo?
-Si, por favor. Venga a mi casa, la calle es Esmeralda 749, piso 20. Departamento 7
-Voy para allá.
Llegando, sabe que lugar es. Lo huele. Es el Elefante Blanco. El edificio de viviendas sociales más grandes de la ciudad. Apodado así por la magnitud de departamentos y su color blanco (los hongos en las paredes lo impiden ahora). Los cimientos son viejos, pero aún así, es imponente.
Toca timbre y sube. El olor es repugnante en el ascensor, de rejas oxidadas y espejos rotos. La señora lo atiende. Tiene tes blanquecina, ojos negros y pelo sucio. Ronda los 80 años. Lo saluda con un fraternal golpecito en la espalda.
Tenía un cortocircuito en un toma-corriente de la cocina, algo sencillo para un electricista. Antes de irse, la mujer se acerca.
– Una taza de te?
– No, gracias! Tengo que seguir trabajando.
Tras terminar su trabajo, se sentó en las sillas que estaban en el living, así esperaba que le pague. Pudo observar amuletos algo extraños apoyados en la biblioteca, sobre todos los estantes.
Parecían manos, algo deterioradas y con uñas largas. Una al lado de otra. Había diez en total, las pudo contar.
Cuando la señora se acerca con el dinero, le agradece y se permite cruzar una sonrisa con ella. Al momento de dirigirse a la puerta, otra vez, le toca la espalda y frota su mano de manera afectuosa.
Era tal la curiosidad que le daba estar dentro del elefante blanco, que quiso recorrerlo, aunque decidió hacerlo rápido. Había caído el sol y tenía que ir a su casa y terminar el día laboral, los clientes que seguían quedarían para otro día.
Subió unos pisos por la escalera, todos iguales, hasta el ultimo, el 25. Sentía que no vivía nadie, las puertas decoloradas lo revelaban.
No había nadie, sintió un poco de temor y siguió caminando por el pasillo. Siente pasos, y una mano que le toca la espalda. Se da vuelta y no encontró a nadie.
Ante su incredulidad, quedó inmóvil. Se apagaron las luces de todo el Elefante Blanco, y una mano no dejaba de palpar su hombro, aunque no la veía.
Debía bajar los 25 pisos por la escalera, decidió entrar a la casa de la señora en el piso 20, para pedirle ayuda. La señora le preguntó si le gustaba el Elefante Blanco, por que los que llegaban a su casa, nunca se iban.
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