Siempre creí que había algo extraño en mi casa, como si esta se hallara rodeada de extrañas presencias. Lo cual no sería extraño, considerando que la familia ha habitado aquí por generaciones desde mis tatarabuelos. Mi abuela murió en la última habitación del segundo piso y su padre lo hizo en el despacho, mientras fumaba su pipa. De cualquier manera, nunca he visto fantasmas.
Y aunque así hubiera sido, debe ser más agradable toparse con los espíritus que a uno le son conocidos, en lugar de… de otras apariciones.
Todo comenzó cuando yo contaba con diez años de edad. Había un espejo con marco antiguo en la vieja habitación de mi abuela, la que ya nadie usaba. Había varias habitaciones en nuestra ancestral vivienda, pero en casa solo éramos mis padres, mi hermanita y yo.
A mí me gustaba entrar ahí a veces y mirarme en el espejo haciendo muecas. Pero lo que vi aquella tarde de noviembre, mientras improvisaba otro de mis juegos, sé que no lo voy a poder olvidar nunca. Porque mientras me encontraba de pie frente al espejo, haciendo muecas chistosas e imitando voces agudas, mi imagen se desvaneció lentamente para dar paso a otra visión que me dejó estupefacto.
Había una habitación completamente en blanco al otro lado del espejo y en medio de ella, un ser pequeñito que se encontraba agachado, con las rodillas recogidas. Sus orejas eran largas y puntiagudas, y su piel grisácea y ligeramente arrugada. Levantó la cabeza poco a poco, dejando ver un par de ojos rojos y maliciosos, una sonrisa guasona que le llegaba hasta las orejas y en la cual se vislumbraban unos dientes afilados. Me miró y yo sentí como un escalofrío me recorría el cuerpo entero.
Era un duende o ese creo. Un duende malo. Lo supe al ver la manera en la que me miró, tan cargada de malicia y burla. No sé como no grité en ese momento. Creo que quise hacerlo pero la voz no me salió. Simplemente me quedé allí, congelado y sin poder apartar la mirada de aquel ser.
El duende se puso de pie y anduvo hacia mí como si quisiese salir del espejo. Lo único que pudo pensar fue «por favor, no. Por lo que más quieras, Dios mío, por favor no»…
Una risa horrible inundó mis oídos y a partir de ese momento no supe más. Perdí la consciencia.
Cuando me desperté, me encontraba con la cabeza apoyada en el regazo de mi madre, quien lloraba por mí. Al principio no entendí porque. Luego vi que tenía los brazos y el estómago llenos de arañazos que me ardían. Nadie pudo explicarme jamás lo que me había sucedido, pero yo lo sé muy bien.
Hoy en día no me gusta mirar hacia los espejos, trató de evitarlo tanto como sea posible. Siento que me siguen. Algo me dice que ese duende maldito sigue allí, esperando otra oportunidad de pasar a este lado; tal vez para siempre. No puedo permitirlo.
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