De niño me enseñaron a no decir mentiras. Pero creo que la verdad es algo que todos aprendemos a manipular en mayor o menor medida, conforme vamos creciendo. Desde los más inofensivos engaños hasta las tramas más asquerosas para salirte con la tuya. Yo, por supuesto, nunca me he visto involucrado con ninguna de estas últimas. Aunque sí que he dicho una que otra mentirita.
Mentiras blancas para situaciones inconvenientes, ¿sabes?
Verás, todo comenzó el día en que los ataques empezaron. Al principio se pensó que era solamente una plaga. Esas criaturas eran poco más grandes que insectos, tenían enormes alas y unos espantosos y pequeños, así como garras afiladas que Dios mío, eran capaces de penetrar en la piel de las personas como una maldita lanza.
Muchos de mis colegas de trabajo fallecieron despedazados por causa de ellos. Unos pocos logramos escapar y nos refugiamos en uno de los edificios abandonados de la corporación. Aquí no hemos podido estar completamente a salvo. No han llegado hasta este sitio pero podría apostar a que saben bien donde estamos. Quizá solo estén esperando el momento oportuno…
Mataron a miles, millones quizá. No podría decirlo con certeza pues desde que las líneas de comunicación cayeron, dejamos de tener contacto con el mundo exterior. Al principio pensamos que las autoridades lo mantendrían bajo control, que alguien vendría a rescatarnos.
Pero la ayuda no llegó nunca.
En este momento, me encuentro corriendo por un largo corredor hasta el salón donde está el centro de poder. Como nadie más estaba en condiciones para hacer el trabajo, se me ha encomendado la misión de presionar uno de los botones. Uno rojo, el otro verde.
El primero es capaz de activar todas las puertas eléctricas, protegiéndonos de esas cosas furiosas que permanecen afuera e impidiendo que encuentren una vía para entrar. Pero el segundo hace todo lo contrario, abriendo las puertas y dejando que lleguen hasta nosotros. Tiemblo violentamente con tan solo pensar en lo que nos esperaría entonces.
Esta simple elección puede significar nuestra salvación… o nuestra muerte.
Puedo escucharlos afuera, chillando de manera distante. Quizá ya hayan encontrado la manera de acceder. No tengo tiempo.
«¿Por qué dejé que me encomendaran esto?», pienso desesperado, mientras miro ambos botones. Solamente quería tener una oportunidad de sobrevivir, sabía que no me dejarían entrar en la empresa a menos que demostrara ser realmente útil, como los demás.
Por eso mentí en mi aplicación laboral. Por eso nunca admití nada ante mis compañeros de oficina, a pesar de las múltiples confusiones que me esforzaba por encubrir con una sonrisa incómoda. Nadie se dio cuenta nunca, ni creo que lo sospecharan. Nadie me hizo ninguna pregunta. Nadie sabe.
Y ahora estoy aquí, de pie frente a los dos botones, con mi mano vacilando en apretar cualquiera de ellos. Están afuera, esperando. Todos están esperando. El corazón me late de manera insoportable dentro del pecho y pienso que podría desmayarme en cualquier momento.
«¿Por qué no les confesé que soy daltónico?»
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