Encontré aquella cámara espía disfrazada de ornamento navideño en un mercado de pulgas. Las niñas se emocionaron con la idea de colocarla en el árbol para «grabar a Santa Claus», sin sospechar que sería yo quien se disfrazara del hombre del traje rojo, mientras dejaba sus regalos. Uno hace lo que sea por los hijos, ya sabes.
En la víspera de Navidad nos la pasamos viendo películas cursis de la temporada y comiendo comida chatarra. Las niñas se retiraron a dormir emocionada y mi esposa y yo nos sonreímos, cómplices al saber la sorpresa que se llevarían al día siguiente.
Me vestí de Santa Claus.
Bajé a la sala de estar después de la medianoche, llevando los regalos de las niñas en un saco y colocándome de tal manera, que el ángulo de la cámara pudiera captarme a la perfección. Reí alegremente y me tomé la leche y las galletas que las pequeñas habían dejado. Una actuación fantástica, si me lo preguntas.
A la mañana siguiente, después de haber abierto los obsequios, mis hijas estaban emocionadas por ver la grabación. Saqué la memoria SD del dispositivo y la conecté a mi laptop. Las niñas emitieron chillidos de felicidad al ver a Santa Claus, agitando sus manitas para saludarlo. Reíamos ante su inocencia. Me percaté en ese momento de un pequeño paquete envuelto en papel de regalo azul, que alguien había dejado bajo el árbol. Tenía mi nombre.
Mi esposa se veía tan estupefacta como yo al verlo.
—Ese debe ser un regalo del señor Elfo —dijo una de las niñas.
—¿El señor Elfo?
—Sí, el que vino con Santa anoche —repuso ella, señalando de nuevo la computadora.
Palidecí, sabiendo que mi esposa no se había puesto ningún disfraz de elfo. Volví a mirar la grabación cuidadosamente, hasta encontrar lo que mi hija había visto. Había un extraño vestido de elfo parado metros atrás de mí, más allá de la sala de estar, mientras actuaba como Santa Claus. Él miraba fijamente hacia la cámara. Y yo no me había dado cuenta en ningún momento.
Cuando apagué las luces para subir, él se dirigió hacia una esquina y se quedó allí, inmóvil, por casi una hora.
Luego avanzó hasta el árbol y se colocó justo enfrente de la cámara, tomando una galleta navideña sobrante y arrancándole la cabeza con una mordida. Miré por instinto hacia el plato y vi al muñeco de jengibre decapitado. En ese instante el vídeo se cortó: el desconocido había tomado la cámara, desconectándola.
Con frenesí, tomé el regalito sin abrir y arranqué el envoltorio. Dentro estaba la batería de la cámara, la que yo mismo le había colocado antes de depositarla en el árbol. Mi esposa la tomó y comprobó que la misma había sido removida la noche anterior, luego de que yo subiera a dormir.
No sé que es lo que me asusta más: si ese hombre vestido de elfo que entró en mi casa o lo que pudo haber hecho después de apagar la cámara.
Muy buen cuento