Soy la menor de cinco hermanos, mis hermanos mayores son cinco, seis, siete y ocho años más que yo. Así que hubo momentos en que mis padres estaban fuera de la casa y mis hermanos (uno o más), se quedaron para cuidarme.
Tenía 10 años y solo estábamos yo y mi hermana Dawn, de 16 años, en casa. Esto ocurrió en el verano de 1981.
El teléfono sonó y fui a contestar. La persona que llamó se escuchaba muy alegre y pidió inmediatamente hablar con mis padres, a quienes mencionó por su nombre y apellido. Recuerdo pensar que sonaba familiar, como si fuera uno de los colega de trabajo de mi padre o algo por el estilo. De todas maneras, le dije que no estaban en casa y él se escuchó bastante triste al saberlo.
Me dijo que mis padres habían acordado recoger algunos artículos para él, empaquetarlos en bolsas de comestibles y dejarlos en el pórtico. Lo cierto es que esto era algo que solían con ropa y juguetes, para donarlos a organizaciones benéficas. Hasta ahora, todo tenía sentido.
En ese momento me preguntó si podía escribir la lista de cosas que necesitaba. Agarré el pequeño bloc de papel y el lápiz que teníamos junto al teléfono y le dije que sí.
Comenzó a nombrar algunos artículos normales, no recuerdo cuáles eran con exactitud, pero en un punto se detuvo y me preguntó:
—¿Cuál es tu color favorito?
—Púrpura —respondí, sin pensar.
—Oh, ¿crees que eso es demasiado exagerado para las bragas de seda de una niña?
Fruncí un poco el ceño, pensando que era muy extraño que me preguntara algo así:
—No, supongo que no.
Me dijo que lo escribiera en la lista. Luego me dio algunos artículos más y dijo:
—Ahora, esta parte es muy importante, ¿está bien? ¿Estás lista?
Le dije que lo estaba y él dijo:
—Necesito ocho biberones de esperma.
Me paralicé. Algo no estaba bien con aquella palabra. No sabía exactamente qué era, pero sabía que no era algo que alguien debiera pedirle a un niño.
–Espere un minuto —dije, antes de ir a contarle a mi hermana lo que estaba pasando.
Ella literalmente saltó de la cama gritando, y corrió hacia el teléfono. Lo tomó y gritó:
—¿Hola? ¿Hola? —una y otra vez. Pero habían colgado.
Cuando mis padres llegaron a casa, les conté lo sucedido y les mostré la lista. Estaban muy asustados; esto ocurrió antes del identificador de llamadas y otras herramientas similares, así que no había nada que hacer.
En Navidad, mamá y yo estábamos decorando el árbol y sonó el teléfono. Estaba de pie junto a él, así que me di la vuelta y lo cogí. Era el MISMO HOMBRE.
—¡Feliz Navidad! —exclamó, antes de echarse a reír como un maniático.
Asustada, colgué de golpe. Fue la última vez que lo escuché. Hasta el día de hoy, no tengo idea de quién era, de dónde sacó nuestro número, cómo conocía el nombre de mis padres y que pretendía al aterrorizarme de esa manera.
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