—Al fin tu papá te prestó el yate, mi amor —dijo Diego a Cecilia, mientras ella timoneaba la embarcación.
—¡Ya nos merecíamos este viaje! Después de tanto tiempo planeándolo —agregó Rocío, abrazando a su novio Lucas.
Las dos parejas de jóvenes disfrutaban la tarde de navegación, cuando divisaron a lo lejos un enorme barco que se encontraba a la deriva. Al acercarse, vieron que se trataba de un viejo buque de carga, de casi 150 metros de largo, corroído, como si hubiera sido abandonado por su tripulación hace muchísimo tiempo. Todo esto le daba a la nave un aspecto realmente siniestro y fantasmal.
—Oigan, ¿quién sube conmigo a revisar esta “belleza”? Es obvio que está abandonado —dijo Lucas.
—No me parece buena idea —respondió Cecilia—, mejor sigamos, que todavía nos falta bastante para llegar a las islas Dreams.
—¡Aunque sea unos minutos!, tal vez encontremos algo… Me mata la curiosidad Ceci, ¿a vos no? —alentó Rocío.
—Vamos Diego, aguántanos en esta, que enseguida volvemos —pidió Lucas a su amigo.
Diego dio un tierno beso en los labios de su novia, y le aseguró:
—No va a pasar nada malo mi amor, no tardaremos. Y si hay algo que no debas perderte, te llamo para que subas.
—Uno más chiquilín que el otro —respondió Cecilia—. Pero les aseguro que no pienso esperar más de 20 minutos.
Engancharon una escalera de cuerda al barco y comenzaron a subir.
—A ver qué tienes dentro, “Sulphur Queen” —le decía Lucas a la nave mientras subía; ese era el nombre que se veía pintado bajo el óxido del exterior de la proa.
Lograron entrar a la sala de mando, y vieron a un supuesto marinero, vestido con un sucio uniforme gris y una gorra del mismo color, con la cabeza gacha.
—Por Dios —dijo Rocío —, ¿acaso hay… tripulación?
—Hola… ¡hola! ¿Me escucha? —le preguntó Lucas.
El ser levantó su mirada, mostró unos ojos rojos húmedos, una boca abierta jadeante, de la que salía una espuma verdosa, y una piel pálida, casi blanca. “Eso” se lanzó a correr hacia los tres, exhalando como un alarido de rabia, se abalanzó sobre Lucas y no dándole tiempo a ninguna reacción, empezó a morderle salvajemente la nuca, arrancándole trozos de carne.
El joven empezó a convulsionar bruscamente, tosiendo y escupiendo saliva verde, y sus ojos se enrojecían.
—¡Ay Dios mío! ¿Qué es todo esto!? ¡Diego, ayúdalo! —gritó Rocío en un frenesí de nervios.
—¡Ya no podemos hacer nada por él! ¡Vámonos!! —dijo Diego, tomándola del brazo y empezando a correr, en medio del ataque de llantos de ella.
Ambos eran perseguidos por los dos fenómenos.
—Amooor… ven aquí… —decía el que fue Lucas.
—¡Nooooo… por Dioos! —gritaba Rocío mientras trataba de escapar junto a su amigo, también aterrorizado y con sus palpitaciones al límite.
En medio de tanta desesperación, iban cerrando puertas a su paso y arrojando tras ellos objetos que encontraban, para no ser alcanzados. Uno de los pasillos que tomaron pasaba por las puertas de entrada al comedor, que era un enorme salón repleto de mesas vacías y de otros marineros sentados en ellas: todos con la cabeza gacha… y todos levantaron la mirada, con sus ojos rojos, para ver correr a los dos jóvenes. Abrieron sus bocas y empezaron a gemir y a despedir esa baba verde, y se unieron a la frenética persecución.
Diego tropezó fuertemente con una caja que había en el piso y cayó muy dolorido.
—¡Sigue corriendo!! ¡No te detengas! —le gritó a su compañera.
Durante su intento por levantarse, podía oír lo cerca que estaba ya la horda demencial de monstruos, pero no pudo ver en qué dirección había escapado su amiga.
Llegó a unas escaleras que bajaban al sector donde estaban las cargas que transportaba el barco, bajó alumbrándose con la luz de su celular, y oyendo los gritos infernales de todos esos seres que corrían buscándolo, sin pensarlo se metió en un compartimiento que vio abierto, y cerró tras él un pesado portón corredizo que lo pondría a salvo de esas cosas. Con el último aliento iluminó las paredes y presionó un interruptor que vio, haciendo que una luz débil ilumine el lugar; la fatiga era ya demasiada y cayó al piso desmayado.
Pasada una media hora, se despertó por el sonido de su radio: era Cecilia, que trataba de comunicarse con él y preguntarle qué los demoraba tanto.
—No, ¡no!… este ruido atraerá a esos… monstruos —se dijo, y lo único que se le ocurrió fue apagar la radio, para empezar a mirar a su alrededor… decenas de barriles metálicos apilados. Le llamó la atención uno de ellos, que estaba rodeado de una casi imperceptible nube de gas verdoso que se expandía lenta e inagotablemente. Vio además que ese barril tenía una pequeña fisura, de la que salían unas espesas gotas de líquido verde.
Lo último que llegó a ver con su visión normal fue lo que tenían escrito los barriles: “Desechos tóxicos – Manipular con precaución”, ya que a partir de ese momento empezó a percibir todo lo que veía en tonalidades rojas… a toser y a escupir saliva verdosa… y a escuchar los gemidos y golpes sobre el portón de una horda de esos seres extraños y abominables que se agolpaban afuera.
Reconoció la voz de Rocío, quien rasgando el portón con sus uñas le dijo:
—Sal de ahí… saaal… ahora.
—Saldré – le respondió Diego, y justo al decir eso se detuvieron todos los golpes y gemidos.
Al abrir el portón se encontró frente a esos fenómenos con apariencia cadavérica y con ojos rojos y bien abiertos, que despedían esa espuma verde de sus bocas jadeantes, todos mirándolo fijamente. Y al frente de todos ellos estaban Rocío y Lucas, con esa misma apariencia.
—Díselo yaaa —dijo Lucas a su viejo amigo.
Diego encendió su radio para comunicarse con Cecilia:
—Amor, no debes… perderte esto… Ven aquí… con nosotros.
Desde ese día siniestro, el lujoso yate quedó sin tripulantes, condenado a vagar por el mar… permanecería sin rumbo, al igual que ese barco maldito.
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