La leyenda urbana boliviana que vas a conocer a continuación, fue narrada por unos testigos que no quisieron revelar su identidad, posiblemente por miedo. A la fecha es una de las más conocidas en el país y en Latinoamérica.
Los protagonistas de esta historia, son un matrimonio acomodado, que cierta noche volvía a casa tras un compromiso diplomático. Habían cenado en casa de un importante embajador, la cual se encontraba un tanto retirada de la zona en la que vivían. Viendo que les quedaba todavía un largo camino por delante, y que ya había oscurecido, decidieron tomar un atajo y desviarse hacia el barrio de Sopocachi. Estaban pasando por alrededores del Cementerio Jardín, cuando la mujer notó algo extraño.
Había una mujer caminando sola por la calle. Iba completamente vestida de negro y no podía verle el rostro. Se le hizo extraño que una persona estuviera fuera a esas horas de la noche, y más con el frío tan intenso que estaba haciendo.
—Querido, detente por favor —le pidió a su marido—, mira a esa mujer. No trae abrigo con el clima tan terrible que hace hoy y se ve que nadie la acompaña. Tal vez necesite que la lleven a algún sitio.
—¿Estás segura?
—No sé, vamos a preguntarle.
El hombre se detuvo a un lado de la desconocida y su esposa bajó la ventanilla para hablarle.
—Buenas noches, señora. Ya es muy tarde y está haciendo demasiado frío, ¿no quiere usted que la acerquemos a alguna parte? ¿Va usted a su casa?
Al principio, la extraña no respondió. Una larga mata de pelo negro ocultaba su perfil. Pero luego, se volvió para ver a la mujer… y cuando lo hizo, ella sintió un terror inmenso que se apoderaba de sus huesos.
Aquella mujer no era una persona de carne y hueso, sino una presencia fantasmagórica. Tenía los ojos completamente blancos y una piel cetrina semejante a la de un cadáver. Además, en ese instante se dio cuenta de que no estaba caminando, pues no poseía pies. Su cuerpo flotaba a pocos centímetros del suelo.
El fantasma emitió un gemido natural que hizo gritar a la elegante señora. Rápidamente cerró su ventana y el coche se alejó del cementerio a toda velocidad.
En toda la noche el matrimonio no pudo conciliar el sueño, pensando en lo que habían visto. No estaban borrachos cuando regresaban de la casa del embajador, ni era posible que hubieran tenido la misma alucinación. Aún así, quisieron creer que lo habían imaginado todo, tal vez por lo cansados que estaban después de la cena.
Poco después contaban esta aterradora anécdota en su círculo de amistades, y no los tranquilizó el hecho de descubrir que, uno de sus amigos, había visto exactamente a la misma aparición.
—Dicen que es el alma en pena de una mujer que camina fuera del cementerio, posiblemente esté enterrada allí. Ya son unas cuantas personas las que la han visto, muy tarde, de noche.
A partir de ese momento, el matrimonio jamás quiso tomar aquel atajo de nuevo.
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