Hay una vieja leyenda de Paraguay que dice, que si alguna vez oyes en tu casa ruidos de cadenas o ves a un fantasma vagando sin rumbo, es seguro que muy cerca de ahí hay un tesoro enterrado. Eso fue lo que le sucedió a Dionisio, un hombre humilde que llegó hasta el poblado de Campo Nuevo para establecerse con su familia.
Allí construyeron su casa, sobre un descampado aparentemente inofensivo. No obstante, al poco tiempo de vivir ahí comenzaron a escuchar sonidos raros, como susurros, gemidos y por supuesto, las inflamables cadenas.
Hubo una vez en la que Dionisio fue empujado de su bicicleta por una presencia invisible. Otra, algo sacudió con tal fuerza el naranjo, que sus frutos salieron disparados por todas partes. Lo peor ocurrió una noche, cuando alguien se puso a golpear fuerte y frenéticamente la puerta de la casa. Asustado, Dionisio saltó de la cama y fue a ver de quien se trataba. Vio una sombra que andaba por el jardín y parecía mirarlo fijamente, haciéndole sentir escalofríos.
Su mujer y sus hijos tenían miedo, querían irse de ahí a como diera lugar y pasaron varias noches sin poder dormir. Apenas caía la noche, todos se encerraban juntos en una habitación y no salían de ahí hasta el amanecer.
Dionisio ya había escuchado la leyenda sobre los tesoros escondidos, aunque nunca se había creído una sola palabra… hasta ahora. ¿Y si de verdad había riquezas debajo de su propiedad? Se ilusionó pensando que podía ser verdad; su familia no tenía mucho, pero un hallazgo de esa naturaleza podría cambiarles la vida. Ese año estaban atravesando por una mala racha.
La cosecha se había arruinado y ni siquiera habían podido terminar de construir su casa por falta de dinero. Sus hijos, a menudo tenían hambre y su esposa, Azucena, no paraba de rogarle que se fueran a la ciudad para buscar una mejor vida. No solo estaba cansada de tanta miseria. También estaba volviéndose loca a causa de los ruidos y las sombras que los acechaban. No obstante, lo peor estaba a punto de llegar.
Azucena poseía algunos animales que, después de sus hijos, eran lo más valioso para ella. Varias gallinas flacas, tres perros y un par de gatitos. Cierta noche en la que los ruidos y los aullidos eran más intensos que nunca, todos estos causaron un gran alboroto. Las gallinas no paraban de cacarear, los perros ladraban sin descanso y los gatos maullaban una y otra vez. La mujer, temiendo que algún espectro los estuviera espantando, atrancó la puerta y abrazó a sus niños hasta que salió el sol.
Por la mañana se dio cuenta de que le faltaban tres gallinas, un perro y sus dos gatitos. Todos estos animales eran de color blanco. Al parecer, el fantasma que los acechaba era una presencia maligna, pues rechazaba todo lo que fuera de este color.
Ese mismo día, Dionisio fue a buscar una pala y avisó a sus primos que iban a buscar un tesoro enterrado. Por la noche acudieron todos a su terreno, con picos y palas adicionales. Fueron largas horas de oscuridad, en las cuales estuvieron cavando y soportando los ruidos espectrales, sin encontrar absolutamente nada.
—Por favor Dionisio, esto es una locura —le decía Azucena—, ¿no ves que no vas a encontrar nada? Te lo ruego, marchémonos por favor…
—Dame un poco más de tiempo —replicaba él—, yo sé que esos fantasmas quieren avisarnos de algo, estoy seguro que hay dinero. Muy pronto terminarán todos nuestros problemas.
A la siguiente noche siguieron cavando, sin éxito. Cansados por el esfuerzo en vano, los primos de Dionisio estaban a punto de irse, cuando notaron un insólito resplandor que envolvía unos arbustos cercanos. De inmediato los arrancaron y se pusieron a cavar debajo de ellos, hasta encontrar un fardo envuelto con telas viejas. En su interior yacía un cofre y al abrirlo, vieron que estaba lleno de monedas españolas. Sin embargo todo se convirtió en carbón al siguiente segundo.
—Váyanse a casa —les dijo Dionisio, recordando otra cosa que decían las leyendas. Si el tesoro era contemplado por más de una persona a la vez, estaba destinado a perderse—, yo me quedaré para seguir cavando. En cuanto encuentre algo les iré a avisar.
Dicho y hecho, una vez que el hombre se quedó solo, se puso a cavar con determinación. Pero los fantasmas estaban más bravos que ninguna otra noche. Golpeaban puertas y ventanas con violencia, y hacían temblar la casa como si fueran a derrumbarla. Adentro, su familia gritaba de terror. Dionisio desistió de cavar y acudió con ellos, pero regresó a la siguiente noche para concluir el trabajo.
Esta vez encontró otro fardo, hecho con sábanas deterioradas por el tiempo y la humedad. Dentro, había un segundo cofre, repleto de alhajas y piedras preciosas: diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, anillos, gargantillas, pendientes y broches de oro con incrustaciones. Dionisio se quedó mudo de asombro y alegría al contemplar todos esos objetos tan maravillosos. Permaneció inmóvil, temeroso de que el tesoro se transformara en carbón.
No lo hizo.
Loco de alegría, el hombre corrió a avisar a su familia y a sus primos sobre el hallazgo. Apenas retiró las joyas de su entierro, los espectros desaparecieron y en la finca no volvió a escucharse un solo ruido del Más Allá. Los animales blancos de Azucena regresaron.
Cuando la familia acudió a la ciudad de vender las alhajas, descubrieron que tenían un valor incalculable y se hicieron de una gran fortuna, que fue repartida entre todos los parientes por igual. Jamás olvidaron de donde provenían, ni el terror que habían vivido para lograr ser tan ricos.
Como este, se cree que existen muchos tesoros en Paraguay, aguardando a ser desenterrados. Todos son custodiados por los fantasmas de sus antiguos propietarios, que en los tiempos de la guerrilla, antes de huir ocultaron todas sus riquezas bajo tierra, para evitar que los soldados se las arrebataran. Solo pocos lograron regresar para recuperar lo que les pertenecía.
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