Mis párpados se habían vuelto pesados, pero con persistencia, me obligué a resistir. Tras doce maratónicas horas viendo vídeos por internet —todas ellas sobre supuestos hechos paranormales—, como a las dos de la mañana de aquél aburrido sábado de diciembre, mi cuerpo comenzó a pedirme que fuera a la cama.
Mi esposa y mi hija dormían en la habitación contigua; hacía rato que podía oír ronronear el motor del acondicionador aire, en un monótono sonido relajante que invitaba al sueño. Pero en el cuarto en penumbras donde me hallaba, tendido en un sillón, sudando con el infernal calor de una noche de verano, sostenía una lucha constante contra el sueño.
Reproduje la que me prometí sería el último video. Tras cargarse, apareció la cara flotante de un hombre y parte del hombro, sobre un fondo muy naranja. Era un tipo melenudo, de prominente nariz atucanada, cejas finas arqueadas sobre unos ojos sombríos, y una boca algo grande para un rostro algo pequeño, que hablaba sobre mi tema favorito: los demonios.
Su acento español era algo chato, pero pausado, buscando de esa forma que un aire de suspenso y misterio, pero haciéndolo sonar ridículamente exagerado. Estimo que ésta fue una de las razones que, aún sin quererlo, terminé por quedar profundamente dormido.
Estimo que no duró ni una par de minutos. Fue como un pestañeo, apenas un cerrar los ojos, dormir y luego, volver a abrirlos, pero lo suficientemente profundo para desconectarme de mi entorno, incluso, del molestoso ruidito de un millar de mosquitos que sobrevolaban a un dedo de distancia del pabellón de mis oídos.
Levanté los párpados y posé la vista en la pantalla del ordenador. Un leve estremecimiento me sobresaltó, al encontrarme con el rostro de aquél hombre del video, cuyos ojos parecía reparar directamente a los míos. La piel se me erizó, al notar que a más de su mirada, tenía dibujada una leve mueca maliciosa en los labios.
De inmediato, dirigí la vista al sócalo, notando sorprendido, que la misma seguía reproduciéndose: 05:30…31…32…33… Esperé otro par de segundos, pero al darme cuenta que el rostro seguía en la misma pose estática, extendí una mano frente a la pantalla. La moví de lado a lado y me estremecí al percatarme, que los ojos de aquella cabeza y parte del hombro que flotaban sobre un fondo muy naranja, seguían el movimiento.
Aparté el ordenador y casi de forma instintiva, di pausa al video. A esas alturas, entre la incredulidad y el miedo, sentí mi corazón latir con fuerza en el pecho. Con los ojos como platos, observé por otro rato aquella cara que cubría todo el ancho de la pantalla. El conteo se había detenido, pero a pesar de ello, aquellos ojos parecían estarme observando del otro lado.
En un intento por tranquilizarme, me convencí que todo aquello se había debido a un dormir y un despertar abrupto. Se sequé la fina lámina de sudor de mi frente y encendí un cigarrillo.
«Fue mi imaginación», pensé, mientras inhalaba una bocanada de humo tras otro. Pero cuando todo parecía haber cobrado sentido, algo llamó mi atención. Me aclaré la vista y la fijé en los labios del rostro en la pantalla.
Me acerqué lo suficiente para darme cuenta, que aún con el video pausado, la comisura izquierda de su labio se iba tensando; luego, se tensó la derecha, transformando la que en principio era una mueca, en una sonrisa sardónica, dejando ver unos dientes muy blancos y afilados. En eso, levanté algo la vista y pude notar que sus pupilas parecían dilatarse. Me fui acercando un poco más, y un poco más, y otro poco, cuando de repente, parpadeó.
Bajé la pantalla con tal violencia, que pude escuchar el crujir de los vidrios.
De la impresión, tome la notebook y la lancé por la ventana. El alboroto que hizo el aparato al estrellarse contra el piso, fue tal, que mi esposa no tardó en entrar corriendo a la habitación, llevándose todo lo que tenía por delante. Encendió la luz y con los ojos medio dormidos, preguntó qué estaba pasado. Respondí que nada. Tras darle un beso le dije, que la seguiría en unos minutos. La vi marcharse al otro cuarto y cuando me disponía a cerrar, noté más abajo los pedazos negros desparramados del ordenador. Todo se había hecho trizas, salvo la pantalla, en la cual aún podía verse aquél rostro mirando, esbozando una sonrisa macabra mientras lo oía decir: gracias, por dejarme salir.
Fin…
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