La Naturaleza le encantaba, pero no era lo que podía decirse un experto en estar a la intemperie. Lo más que había hecho de niño, había sido montar una tienda de campaña con su padre y sus tíos, dentro de una reserva natural. Esos lugares en los que hay baños y merenderos para comer a pocos metros de distancia. Aun así, decidió dar un paseo tranquilo por el bosque y conocer los alrededores, pues no todos los días tenía la oportunidad de estar en un entorno tan bonito.
O eso era lo que pensaba, hasta que su sentido de la orientación le falló y todo a su alrededor se tornó amenazante. El sol estaba empezando a ocultarse y no tenía ni idea de como podía volver a casa. Caminó por horas y horas, hasta ir a parar a una parte mucho más profunda.
Justo cuando se recriminaba por haber sido tan imprudente, la figura de una cabaña se reveló en el crepúsculo. ¡Tal vez alguien adentro pudiera ayudarle a volver!
O por lo menos dejarle pasar la noche hasta la mañana siguiente. Prefería buscar el camino de regreso con la luz del día. Se aproximó a toda prisa hasta la puerta y tocó fuertemente, pero nadie respondió. Tocó una segunda vez, nervioso por la noche que se avecinaba.
Al no obtener respuesta empujó la puerta y se sorprendió al ver que no había nadie adentro. Así que sin otro remedio, se metió en la cabaña.
No era un lugar tan malo. Tenía muebles rústicos y acogedores, una chimenea que carecía de leña y una cama que se veía confortable. En medio de la penumbra y mientras el sol terminaba de ocultarse, la casa ofrecía un aspecto lúgubre y extraño.
Lo que más lo inquietaba, eran esas horribles pinturas que estaban colgadas en las paredes. Todas ellas con rostros horribles, que parecían clavar sus ojos en él llenos de hostilidad. Algunos estaban deformes y presentaban horribles marchas. Otros, tenían expresiones espantosas que oscilaban entre el miedo y el desprecio. En algunos estaban implícitos los pecados más feos del mundo, como la avaricia y el odio. Bastaba con mirar sus sonrisas maliciosas y el rictus de sus facciones para constatar que, si aquellas personas habían existido alguna vez sobre la faz de la tierra, habían sido sin duda alguna los seres más abominables.
Pero con todo y eso, decidió tenderse en la cama, tapándose hasta la cabeza con los cobertores para no tener que mirar aquellos cuadros. De verdad parecían estar observándolo.
Así pasó la noche, entre la preocupación y el cansancio, hasta que logró sumirse en un profundo sueño.
A la mañana siguiente se despertó desorientado. Por un instante había olvidado que había tenido que dormir en una vivienda ajena. Al menos ahora podría buscar el camino a casa con la luz del día.
Al levantarse de la cama y mirar a su alrededor sintió un escalofrío. En aquella cabaña no había ni una sola pintura colgada de las paredes.
Solo ventanas.
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